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Una isla feliz

 Lanzarote, sin ser La Graciosa ni el El Hierro, es una isla abarcable. Sus dimensiones tanto geográficas, orográficas como poblacionales y culturales la hacen perfectamente manejable para atender sus necesidades de forma ejemplarizante. Es verdad que lo era más hace veinte años, sobre todo en las dimensiones poblacional y diversidad cultural, y se les fue absolutamente de las manos a los políticos y agentes sociales. Pero que fuera más fácil ayer y no se hiciera no significa que ahora sea imposible. Lo será exclusivamente si seguimos empeñados en hacer lo mismo que ayer, porque a actuaciones iguales es lógico esperar resultados iguales. Con los recursos y capacidades que tenemos actualmente, s ele puede dar un vuelco a esta isla, fundamentalmente, en el aspecto humano.

En Lanzarote, apenas residen unas 140.000 personas, de las que más de la mitad son fruto del boom turístico y tienen raíces en otros lugares de Canarias, España, Europa, Africa y del resto del mundo. El vertiginoso crecimiento experimentado en apenas treinta años, que nos llevó de ser una comunidad rural, sustentada en los sectores primarios, a recibir en la actualidad más de dos millones de turistas anuales, atrajo a miles de personas, que vieron la isla como algo suyo, donde, además de trabajo bien remunerado y de fácil acceso, se daba en unas circunstancias de seguridad y climáticas excepcionales. La playa, la belleza de la isla, el sol, son los complementos perfectos para arraigar con facilidad y meter una presión en demanda de servicios importante. Aún así, una población entre 100.000 y 150.000 habitantes es perfectamente asumible y también necesaria para conseguir en ella todos los recursos humanos que se necesitan para hacer que la economía insular funcione a pleno rendimiento.

 Pero hace falta un cuerpo de líderes políticos, empresariales y sociales que enfoquen el tema. Que aprovechen los instrumentos para crear una senda de entendimiento entre las posibilidades de la isla y la realidad. Y que lo hagan bajo la premisa de buscar la felicidad de quienes vivimos en esta isla. Faltan, desgraciadamente, estos líderes, a pesar de que dedicamos decenas de millones de euros todos los años, salidos de los bolsillos de los lanzaroteños en forma de impuestos, tasas y precios públicos, para mantener a miles de funcionarios y a cientos de malos políticos locales. No tienen ni idea ni quieren aprender. Es así. Y no se le puede dar otra explicación a su incapacidad para detectar los problemas en municipios de dimensiones ridículas, en una isla donde casi todos nos conocemos. No se explica que no busquen con ética la cohesión social ayudando a los más necesitados sino que les hurten sus derechos para depositarlos en una casta de aprovechados y vividores que no hacen sino poner piedras en el camino. Sorprende, enormemente, que los planes de ordenación contemplen de casi todo menos las necesidades reales para garantizar un futuro mejor. Asusta que se metan en su concha de bienestar pública, con sus sueldos de escándalo, sus amigos y vicios, y den la espalda a una realidad tan fácil de detectar y tan necesitada de que se actúe sobre ella. La pena es que no son políticos sino hijos de la picaresca y del enriquecimiento fácil. Es verdad que no todos los políticos son iguales, pero, por el momento, a los distintos ni se les ve ni se les espera.

 Lanzarote podría ser una isla feliz. Tiene un clima envidiable, un atractivo incuestionable, una capacidad productiva reconocible y una paz social, de película. Si hasta en situaciones como las actuales, con más del 30% de paro y una clase política pavoneándose con sus privilegios y sus ignorancias, no hay conflicto social en una isla donde residen personas procedentes de más de 30 nacionalidades distintas es porque creen que los problemas se pueden solucionar sin hacer ruido, sin conflicto social. Pero no sé yo hasta cuándo van a permitir que se les engañe y toree. Sinceramente, no lo sé. Aunque me temo que si no muestra una mayor capacidad reivindicativa, esta isla puede pasar de aspirar a ser una isla feliz a quedarse en una simple isla triste, acogotada por un centenar de vividores que se han enriquecido sin arriesgar un euro, enganchados en la administración pública, solamente castrando a su propio pueblo. La felicidad no es un regalo de dios, es un derecho, y como tal hay que ganárselo. De la misma forma que se conquistaron otros derechos. Y tenemos todo el derecho a ser felices, máxime cuanto tenemos a nuestro alcance todo lo necesario. Se feliz.

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