PUBLICIDAD

Pregón Fiesta de San Ginés 2014

Los pregoneros eran, antaño, unos empleados municipales que, seguidos por una bulliciosa chiquillería, anunciaban por las plazas de los pueblos acontecimientos y disposiciones de la Alcaldía que los vecinos debían conocer o cumplir. La generalización de los medios de comunicación, hicieron ineficaces e inútiles sus funciones, pasando los pregoneros a incrementar el catálogo de oficios desaparecidos. Ya sólo quedan los pregoneros honorarios, como el que les habla, para cumplir con el acto protocolario de anunciar las fiestas más importantes de la localidad, en mi caso las Fiestas Patronales de San Ginés. Quiero, en este punto, mostrar mi agradecimiento a la Corporación Municipal de Arrecife, que me ha distinguido con este inmerecido honor, consecuencia sin duda de las dificultades para conseguir algún voluntario, y por el discutible mérito que dan los años cumplidos. De cualquier forma, gracias a la Corporación por haberse acordado de mí. No crean, los que me escuchan, que es tarea fácil esta de hacer un Pregón; al menos no lo es para mí. ¿Qué puedo decir sobre Arrecife y sus Fiestas que no se haya dicho? ¿Debo volver a exaltar las bellezas de la ciudad y las virtudes de su Santo Patrono? Finalmente, he optado por hacer unas reflexiones personales sobre el pasado y el futuro de la ciudad y sus gentes, con las que algunos estarán de acuerdo y otros no tanto. Arrecife debe su existencia a las inmejorables condiciones de su costa para el abrigo y fondeo de los barcos que por aquí recalaban a comerciar, o simplemente buscaban refugio o aguada en sus travesías. A la sombra de su puerto natural nacen sus primeras casas en la zona de La Puntilla, y, posteriormente el comercio y la pesca consolidarían un núcleo de población que se emancipa de la capital Teguise y se convierte en parroquia en 1798. Comerciantes, marineros, calafates, herreros, etc., fueron sus primeros moradores. En la primera mitad del siglo XIX, la importancia económica de Arrecife se va imponiendo sobre los núcleos del interior de la Isla, con el traslado de distintas Instituciones desde Teguise, especialmente el Juzgado de Primera Instancia. Hacia 1850, y no sin traumas en la antigua capital, Arrecife gana la capitalidad insular, convirtiéndose ya en indiscutible capital económica y política de Lanzarote. A partir de entonces, las familias bien del interior comienzan a fijar sus residencias en Arrecife, por las comodidades que ofrece la capital, y las familias humildes, en busca de más y mejores perspectivas de trabajo, inician también su éxodo hacia el Puerto, como aún se sigue denominando a Arrecife en muchos puntos del interior de la Isla. Traigo todo esto a colación para destacar su origen humilde. Nada le ha sido dado gratuitamente, todo lo ha ganado a pulso su población. No vino ningún conquistador blandiendo su espada para colocar, de forma solemne, la primera piedra de lo que luego sería la ciudad. Arrecife nació casi sin querer, como una necesidad del puerto. Arrecife también muestra su originalidad con la elección de su Santo Patrono, San Ginés, obispo de Clermont, un santo francés del siglo VII y cuya veneración en un lugar tan lejano de su patria chica no deja de ser una rareza. Según la tradición, un cuadro con su imagen apareció, arrastrado por el mar, en la orilla del entonces llamado Charco de la Caldera y al que, por dicho acontecimiento, lo conocemos hoy como Charco de San Ginés. A tenor de la cantidad de imágenes que aparecen varadas en las costas de toda la geografía española, tengo para mí que uno de los deportes favoritos de los navegantes de la época era tirar por la borda imágenes sagradas. De no ser así, es de suponer que algún francés espabilado, de la zona de Clermont, dejó el cuadro a la orilla de la marea para que se obrara el milagro, lo que dio a San Ginés derecho primero a ermita, posteriormente iglesia, y luego parroquia donde hoy se le venera.  Como anécdota, debo recordar que durante mi infancia y juventud, y pese que las Fiestas se celebraban en su honor, San Ginés permaneció encerrado en su iglesia, pues en aquel periodo de nacional-catolicismo rezar al santo y divertirse eran incompatibles, por lo que el Santo no salía en procesión si las sociedades  recreativas celebraban bailes. Aquí debo resaltar la valentía de la sociedad de Arrecife que, en una época en que la Iglesia en general y el párroco en particular mandaban mucho, no dio su brazo a torcer, seguramente porque en aquellos momentos el baile y las fiestas eran una necesaria válvula de escape y no se entendía que en la provincia de Santa Cruz de Tenerife no fuera pecado lo que aquí sí lo era.    En ese Arrecife de posguerra vine al mundo en el año 1948. Con las ciudades en que uno nace y vive su infancia se entabla una relación materno-filial. Como a las madres, se las quiere y se las defiende sin entrar en otras consideraciones. Luego, a la luz de otras

experiencias y conforme se madura, la relación se hace más crítica y objetiva sin dejar de quererlas.  En aquel Arrecife polvoriento de los años 50, los chiquillos jugábamos en la calle o en los llanos que una ciudad urbanísticamente deslavazada dejaba en medio. Por proximidad a mi casa, estos espacios eran el llano de Margarita Ramos, donde luego se levantaría el colegio de las Dominicas, el Portón donde se construyó el pequeño barrio de Don Julio Blancas y el llano de la Molina, entre las calles Tenerife y Francos. Eran juegos sencillos en una ciudad también sencilla y primitiva: el boliche, el trompo, pídola, coge y deja, escondite, etc. Se jugaba según la moda que, a su vez, venía marcada por la hora que las estaciones y la pobre iluminación pública nos permitían. En aquellos juegos aprendimos de algún niño peninsular, que hablaba raro, que las cosas podían tener nombres distintos en otros lugares, como el absurdo de llamar canicas a los boliches o peonza al trompo. Incluso cambiaban el nombre de los colores y se empeñaban en llamar rojas a las cosas encarnadas o marrón a lo que claramente era canelo. Y no digamos nada de objetos, al redondo balde lo llamaban cubo o a las gavetas cajones, cuando éstos eran, para nosotros, los envases de madera en que venían las botellas de vino o coñac y que, luego, se usaban de humildes banquetas en almacenes y mentideros.  Dejo para el final el otro gran espacio de juegos de mi infancia, el mar, o, mejor, la orilla de la marea. En los charcos y zonas que dejaba la marea baja podíamos pasar horas jugando o cogiendo cabozos y cangrejos, y ya un poco mayores, con rudimentarias cañas, algunas lisas y pejeverdes. Si era verano, nos bañábamos en las escalinatas del Muelle Chico, la Pescadería o el Puente de Las Bolas, donde aprendí a nadar y donde hasta las piedras del fondo tenían sus nombres, aún hoy sería capaz de reconocer a la Farola y a la Canela, bautizadas con el nombre de antiguas mujeres de reputación nada dudosa que la chiquillería bañista usábamos como piedra de toque, y nunca mejor dicho, para demostrar, abrazándonos a ellas en el fondo, que ya sabíamos nadar. A la playa del Reducto íbamos poco y cuando esto ocurría, por la distancia, era casi como una gira. Nos organizábamos en grupos de cuatro o cinco para ir, previo permiso materno que me exigía puntualidad en la vuelta, so pena de un alpargatazo.  ¿Y las niñas? ¿Dónde estaban las niñas? Para nosotros eran como de otra especie. Hermanas o primas, pero nunca amigas, iban

a otras escuelas y tenían otros juegos: ni correteaban por los callejones ni se alejaban de sus casas. Siempre más limpias que nosotros y más vigiladas, ocupaban plazas y calles concurridas jugando al teje o a la comba. Sólo el paso de los años iría derribando las barreras que separaban a ambos grupos, pero para entonces ya éramos unos zangalotes.  No crean que las diversiones y entretenimientos de los mayores eran mucho más complejos que los nuestros: ver los partidos de fútbol de los equipos locales en el viejo estadio situado entre las actuales calles Triana y Argentina, alguna luchada en las fiestas, riñas de gallos en temporada y juegos de baraja y dominó en bares y sociedades. Comprenderán ustedes que después de meses de duro trabajo, la llegada de las Fiestas de San Ginés era un acontecimiento en el que nos volcábamos todos. Para los mayores, ventorrillos en los que cantar y tomar unas copas, y bailes en los que contactar con las pretendidas o divertirse con sus pareja. Para los chiquillos, caballitos, ola marina, cochitos chocones, etc. Y para todos, ruletas, turrones, tómbolas y circo Toti.   Quienes me escuchan podrían pensar que la vida era entonces un camino de rosas y que vivíamos en un Arrecife idílico. Nada más falso. Es cierto que éramos felices, pero con esa felicidad inconsciente que da el tener menos de 10 u 11 años. Un análisis objetivo nos presenta una realidad muy distinta.  No había agua corriente. Los aljibes, los pilares de agua de Famara y los carros vendiendo agua eran nuestro escaso suministro. Los pozos negros y los muladares recibían nuestros detritos. Había chiqueros en la ciudad y los enjambres de moscas eran dueños de calles y casas, en las que se combatían con aparatos de Flit. En esas condiciones de salubridad, no eran nada raros los entierros de niños fallecidos por simples diarreas, pues disenterías y fiebres paratíficas eran endémicas. La sanidad descansaba en tres o cuatro médicos, un dentista, varios practicantes y dos o tres comadronas. Las únicas instalaciones sanitarias eran el Centro Secundario de Higiene Rural, que luego actuaría como Maternidad, el viejo Hospital donde hoy se encuentra la Oficina Técnica del Ayuntamiento y, a partir del año 1953, el Hospital del Cabildo que, hasta la apertura de la Casa del Mar, contaba con el único quirófano que había en la Isla.  Mendigos, personajes pintorescos y marginados de ambos sexos, pululaban por la ciudad. Siempre me pareció terrible que, en lugar de conmiseración, para muchos eran motivo de risas y escarnio

y siempre había alguien dispuesto a reírse de ellos. Gritarle “¡ropero!” a Víctor el ciego o “¡canario!” a Ramón, para sacarlos de sus casillas, era algo muy frecuente. Cito sólo estos dos casos porque muchos los recordarán por ser relativamente recientes. Supongo que era la manera que tenían algunos de sentirse superiores a alguien, y conjurar así la rabia y frustración por su propio destino. Lo malo es que los chiquillos, con frecuencia, actuábamos como cómplices de esos comportamientos, gritándoles desde las esquinas para luego salir corriendo.  En una sociedad en la que no existía la televisión y con escasos medios de comunicación sólo al alcance de unos pocos, las únicas ventanas que teníamos los chiquillos para asomarnos al mundo exterior eran el cine, los relatos de los mayores y la escuela en la que un grupo de ejemplares maestras y maestros, la mayoría formados antes de la Guerra Civil, con una dedicación digna de encomio, se esforzaban en abrirnos la mente al conocimiento y la cultura.  Si me permiten, quiero en este punto mostrar mi agradecimiento de forma expresa a los dos maestros de primaria que tuve, don Abel Cabrera y don Cándido Aguilar. Lo hago porque me doy cuenta de que, en mi dilatada vida política, nunca tuve ocasión de hacerlo públicamente y necesitaba reconocerlo. Privilegios de pregonero, pero seguro que muchos de ustedes tienen en mente a otras y a otros que también lo merecerían.  Luego, los privilegiados que no teníamos que incorporarnos al mundo del trabajo, ingresábamos en el único Instituto de Enseñanza Media que había en la Isla.  Dicen que la historia la escriben los supervivientes, y todos los pregoneros lo somos. Si pudieran escribirla quienes se quedaron en el camino, o simplemente se fueron en busca de mejores horizontes de vida, escribirían cosas muy distintas de las que solemos poner en los pregones. Créanme si les digo que no era mi intención inicial hablar de las cosas tristes que hemos pasado como pueblo, pero creo que las circunstancias actuales requieren ciertas dosis de reflexión sobre el pasado y sobre nuestro futuro. Quizá me haya salido un anti pregón, pero he querido poner de manifiesto que la vida en Arrecife y en Lanzarote ha sido dura, difícil y muchas veces cruel. Las sequías, las hambrunas y las cíclicas crisis que han sufrido nuestras producciones, han obligado a nuestra población a emigrar a otras islas o hacia América, en busca de mejores expectativas de vida, pues con una agricultura de supervivencia la Isla sólo daba para

sustentar un número limitado de habitantes. Nuestra personalidad se ha forjado en la lucha por arrancar los frutos de una tierra seca y en la costa africana, donde nuestros pescadores faenaban en unas condiciones hoy en día impensables. En la medida que tenga sentido hablar del carácter de un pueblo, diría que los lanzaroteños son duros, lacónicos, esforzados, generosos y amantes de su tierra. Hace unas cinco décadas, la conjunción de un presidente del Cabildo, José Ramírez, y de su amigo el artista César Manrique, sobre la base de una naturaleza extraordinariamente atractiva y conservada por sus habitantes, lograron poner a punto la Isla para adaptarse al fenómeno contemporáneo del turismo internacional. Con pocos medios y la colaboración de un grupo entusiasta de artistas y trabajadores crearon los Centros Turísticos, que siguen siendo la base de nuestra atractiva singularidad.  A partir de entonces, la economía de Lanzarote, basada en el respeto y puesta en valor de nuestro medio natural, alcanzó unos niveles jamás soñados. Sin embargo, el poder corruptor del dinero ha permeado nuestra vida política y social, difuminando nuestra personalidad sobria y rigurosa en aras de la obtención de dinero fácil y rápido. Algunos han puesto en peligro la vida de la gallina de los huevos de oro, pero afortunadamente los tiempos corren a favor de Lanzarote. Una mayor conciencia del valor del medio ambiente, las actuaciones de la Justicia dentro y fuera de nuestra Isla, y la propia crisis económica europea parecen estar conjurando la posibilidad de morir de éxito.  Muchos nos las prometíamos muy felices pensando que, por fin, Lanzarote había dejado atrás las épocas de pobreza e incertidumbre y que íbamos a disponer de una economía insular solvente y estable, de la que vivir nosotros y nuestros nietos. Sin embargo, una nueva amenaza se cierne sobre nuestra economía a pocos kilómetros de nuestras costas. Cuando todo el mundo habla del cambio climático y de la necesidad de ir hacia un modelo energético basado en las renovables, la posible explotación de yacimientos de hidrocarburos frente a las costas de Lanzarote y Fuerteventura pone en riesgo no sólo la calidad de nuestras costas y medio marino, sino también nuestro modelo económico basado en el turismo, amenazándonos con volver a épocas de pobreza que pretendíamos superadas. Permítanme, en este punto, unas breves reflexiones sobre nuestra ciudad. 

La primera es que gran parte de los ciudadanos de Arrecife procedemos, en primera o segunda generación, del interior de la Isla. Desde aquí, la visión que se tiene de Lanzarote es mucho más global y nada localista. Lo que Lanzarote es hoy día se debe al esfuerzo de todos los lanzaroteños, pero debo destacar que las ideas sobre nuestro futuro y la planificación del conjunto de la Isla se han hecho, sobre todo, desde la capital. Durante años hemos soportado la economía insular con nuestra flota pesquera y sus industrias derivadas. La pérdida, por razones geopolíticas, de nuestros caladeros tradicionales ha hecho desaparecer las industrias conserveras y convertido la pesca en una actividad, no diría residual pero de mucha menor importancia que hace tres o cuatro décadas, cuando nuestra flota sardinal era de las más importantes del mundo. Arrecife ha sido siempre una ciudad que ha dado a Lanzarote más de lo que ha recibido, y sobre la que se han acumulado todos los problemas generados por un crecimiento desbordado. El éxito turístico de la Isla, afortunadamente, ha permitido que otros núcleos económicos distintos de Arrecife hayan surgido. La Isla se nos presenta ahora más equilibrada, lo que da a Arrecife mayor sosiego para poner a punto la ciudad. Si somos capaces de superar las amenazas a que antes aludía, el futuro de Lanzarote es esperanzador, pero, para ello será necesario, nuevamente, que desde Arrecife se mantenga la resistencia a la que la capitalidad nos compromete y el futuro nos exige. ¡Ciudadanos!, comienzan las Fiestas de San Ginés. Vamos a aprovechar estos días para pasarlo bien; el Alcalde y su Corporación nos lo mandan y nosotros nos lo merecemos. El Ayuntamiento nos ofrece, para que disfrutemos, una serie de actividades para todos los gustos y edades, pero que estos días de alegre camaradería sean también de reflexión sobre lo que hemos sido capaces de conseguir entre todos. Que los creyentes encomienden la Isla a San Ginés y todos, creyentes o no, preparémonos porque en septiembre los problemas seguirán estando ahí.            

 Muchísimas gracias.

 

(*) Enrique Pérez Parrilla exalcalde de Arrecife, expresidente del Cabildo y exdiputado del Parlamento de Canarias por el PSOE  

Comments are now closed for this entry