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Sin abrazos no hay paraíso


El jabón gana protagonismo en nuestras manos. Las "tabletas" de Lagarto hubieran venido bien para vencer al virus.

Parte de guerra (3)

Undécimo día de confinamiento. Tercer lunes de la semana. Me acabo de levantar y me quedan seis horas para comer algo. He decido hacer la dieta del ayuno intermitente porque, cada día que pasa, la pesa se queja más cuando me subo en ella. He ganado un kilo, o he perdido salud, no sé cuál es la medida más popular a estas alturas de la pandemia del coronavirus.

La dieta del ayuno intermitente consiste en estar dieciséis horas sin comer y concentrar  las ingestas en ocho horas. Prefiero hacerlo entre las diez de la mañana y las seis de la tarde. Así me puedo tomar una copa de vino en la terraza al acabar de comer, mientras descanso del ajetreo diario. La llamo la hora de la visita de mi amigo Emilio Moro. Aunque, en realidad, a veces lo cambio, por una copita del vino moscatel de Rubicón, otra de mis debilidades. A esa hora, mi mujer todavía no ha vuelto del hospital, se va antes de las ocho y vuelve mucho más tarde de las cuatro, en el frente ya no funcionan los controles horarios. Con eso de mantener las distancias, tampoco me puede oler el aliento y reprocharme que de nada me vale la dieta si a las ingestas incorporo amigos tan peligrosamente calóricos.

La eficacia y entrega de la Unidad Militar de Emergencias se gana el reconocimiento de todos

Llevo ya cinco “lunes” seguidos de mi general Jemad sin salir de casa. Quizás hoy vaya a la farmacia. Pero es que si escribo la verdad, ni ganas tengo ya. El lunes no fui tampoco al Café de periodistas, en Lancelot TV, programa en el que participo desde hace catorce años, desde 2006. Le comento a Jorge las razones pero él está a lo suyo. Estoy por pensar que consideraría más grave una plaga de termitas del acero ( ¿que no existen? Tampoco existía hace unos meses un tal Covid-19) en la bodega Stratvs que una pandemia de un virus que ayer mató en España a 514 personas. En 24 horas, 514 personas. En fin, me acuerdo de la eminencia científica local, el Doctor Sosa, recién aterrizado en el gobierno del Cabildo diciendo que este virus era como una gripe. Es verdad que también otras eminencias superiores y menos saltarinas habían dicho lo mismo desde el propio gobierno nacional. Pero, claro, si cada vez que hablas recuerdas que eres doctor, que has hecho no sé cuántos cursos de gestión hospitalaria y explicas cualquier evento sanitario como si fueras el organizador del mismo, se espera que seas más original. Para loro sirvo hasta yo.

Seguro que el Doctor Sosa, que decía que iba con las ONGs a hacer horas extras porque había carencias de médicos y por echarle una mano a estas organizaciones, se haya reclutado ya para estar en el frente hospitalario en estos momentos de máxima necesidad de sanitarios. Aunque solo fuera para movilizarse y conseguir equipamiento adecuado para los celadores, enfermeros, médicos, personal de mantenimiento y de gestión operativos en la zona. En Canarias, más del 20% de los infectados confirmados son sanitarios. Ayer, de los 100 casos más que tiene Canarias, 29 son sanitarios. ¡El 29%! Ya hay en Canarias 150 sanitarios infectados. También hay 21 personas muertas ya en Canarias, 5 más ayer. ¡Igualito, igualito que en una gripe!

El Ayuntamiento San Bartolomé sigue manteniendo alto su compromiso con sus vecinos y sanitarios.

Ayer, segundo “lunes” de la segunda semana de encierro (como en los toro, ¡olé, olé!), acabé mi primera pastilla de jabón. Noté como los últimos gramos cedían ante la presión que hacía con mis manos, dando paso a una sustancia  fragmentada y resbaladiza en mis palmas. Es la primera vez en mi vida  que empiezo y acabo una pastilla de jabón yo solo. Es la primera vez en mi vida que mi función principal en todo el día es lavarme las manos y guardar la distancia social. Recuerdo cuando era un chinijo, en Tías, en estos mismos meses, de marzo y abril, de los años setenta,  y volvía a casa con las manos completamente manchadas de coger tomates o de calzar, despimpollar o despuntar tomateros y las lavaba con el mismo entusiasmo. Aunque en aquellas ocasiones, el lavado lo hacía con tomates verdes, barrilla o el jabón Lagarto, 250 gramos, un cuarto de kilo de pura dinamita contra la suciedad, con el animalito tatuado en su parte superior. También en aquella época, la suciedad vegetal, como el virus, se extendía por la palma y las zonas más recónditas de los vericuetos entre los dedos. Fue una enseñanza de la infancia que me es muy útil.

Ayer, entre lavado y lavado de manos, me enteré de la primera muerte con coronavirus en Lanzarote. Se trata de un hombre mayor, un alemán residente en el sur de Lanzarote, que ingresó, aquejado de varias patologías, en el Hospital Doctor José Molina Orosa que dio positivo de Covid-19. El cirujano Toni Becerra, que hizo de portavoz improvisado del óbito, dijo que no se puede decir del todo que muriera a causa del virus por la acumulación de enfermedades previas. ¿Si le hubiesen pegado un tiro en la puerta del hospital tampoco se hubiese dicho que lo mató el tiro? ¿Si tenía esas enfermedades previas y estaba vivo, por qué no iba a poder seguir vivo con ellas, o será que el coronavirus acelera el empeoramiento en estas personas con factores de riesgo? Quizás por eso no se diga que mueren “por” coronavirus sino “con” coronavirus. En fin, Becerra es cirujano y miembro del Sindicato de  Médicos.

En el hospital de cada lugar se libra la batalla más dura, con los sanitarios dando su salud para recuperar a los enfermos. Y tampoco debería ser así. Basta con que curen, habría que evitar que ellos se contagiaran.

 Ayer también se aceleraron los casos en Lanzarote, ayer ya se dieron a conocer trece positivos, cuatro más que el primer lunes de la semana. En un día, cuatro casos más y seguirá creciendo. Es un virus, se replica con una facilidad pasmosa y se propaga a una velocidad tres veces superior al de la gripe (“¡Es como la gripe, es como gripe, es como la gripe!”, me resuena una y otra vez). En la isla, ya ha habido diferentes focos. Y el virus se mueve mucho más rápido que los fumigadores de la UME, Bomberos y empresas adjudicatarias. Se agarra a cualquier lado y espera a que los humanos metan mano para dejarnos a nosotros la función de contagiarnos de uno a otro, con la temeridad propia y la complicidad de los gobernantes, incapaces, primero, de darle robustez al sistema sanitario y lentos, ahora, en la tarea de dotar al frente de los EPIs y kit necesarios para que nuestros sanitarios no sean acribillados por el Covid-19 al primer contacto.

Las guerras son así, despiadadas, temerarias, negligentes y con un alto número de bajas en la tropa por el empecinamiento ignorante de los mandos. No sé por qué me acuerdo ahora del Monte Gurugú, del levantamiento de los rifeños contra el protectorado español de Marruecos, de aquella carnicería de los años 20, precisamente, del siglo pasado. Por algo será. Quizás tenga algo que ver con esos cientos de ataúdes que veo llegar al Palacio del Hielo, en Madrid, convertido en morgue improvisada, en furgonetas negras conducidas por soldados de la UME. La invalorable capacidad de trabajo de la Unidad Militar de Emergencias y su seriedad y entrega es la mejor campaña a favor del Estado español. Acabaremos todos aplaudiéndoles con el himno español de fondo. Digo el himno, no el cara el sol. Tampoco hay que quedarse en el 36, por mucha guerra que fuera aquella también y las trincheras no tuvieran ni baños, ni camas, ni las neveras reventadas de comida y bebida. En esta guerra nos quieren matar hartos. Hartos de comida, de bebida, gordos como pelotas. Pero también hartos de negligencias, de insolidarios y patanes. ¡Puaff, no me cabe nada más!

Echo de menos nuestras calles de Arrecife, ahora desiertas.

Pero todo no es negro. Fuera el desánimo, los malos rollos, el pesimismo que anida en isla atlántica y olvidada. Hay cosas positivas.  Moral de combate, ¡sí, mi general! En China, dos meses después, ya se ve la luz al final del túnel. Es verdad que, desde aquí, veo más cerca Madrid que China todavía (¿Mis hijos?, bien, gracias). También allí aumentan las altas, pero siguen aumentando, en busca del pico, también los casos y las muertes. Son el epicentro de la crisis sanitaria en España, pero ya tiene un mayor crecimiento de casos en Cataluña. La cosa se extiende. Canarias tuvo ayer 100 casos nuevos en un día. Y sigue.

En Lanzarote, como en todos lados más allá de China, no controlamos  bien las entradas a la isla cuando pudimos hacerlo. Y llegaron madrileños infectados, y llegaron extranjeros infectados, inglés y alemán, y muchos, miles, trajeron a su hijos universitarios sin preocuparse mucho porque estuvieran ya con el virus dentro. Qué bonito es ser padre. Nos dicen que hay una pandemia, que afecta, de forma mortal, sobre todo, a las personas mayores, como nosotros o más, y traemos a nuestros hijos, personas sanas y como menor riesgo ante el virus, y los metemos en nuestra casa, les servimos el cola cao por la mañana y les protegemos como si fueran ellos los que están corriendo el mayor riesgo.

 Reconozco que yo también intenté que mis dos hijos mayores estuvieran aquí, que salieran de Madrid, como salieron los dirigentes de la República, cuando el virus fascista quería ocupar a tiros la capital que abandonaba el Doctor Negrín (¡Qué contrariedad,  cuando las guerras son militares ponemos de presidente a un médico y cuando son víricas tenemos a un economista!). Y fueron ellos los que me recordaron cuáles eran las normas, aunque todavía no hubiera ni confinamiento, ni estado de alarma y seguían volando todo el mundo. Me dieron un disgusto y una lección. Y me castigaron a levantarme sobresaltado todas las noches. Con un cuerpo roto, con pedazos del corazón en Madrid, en el hospital de Lanzarote, en muchas casas de familiares y amigos aislados dentro y fuera de la isla y en mi casa.

Ayer, mi hija adolescente me preguntó que si sabía que era lo más que echaba de menos encerrada en casa. Le dije que lo mismo que todo el mundo, con  más razón a su edad. Le dije que la calle, le dije que las amigas, le dije que las clases, le dije que su vida normalizada. Me miró desconcertada y me dijo: “No, papá, no. Lo que más que echo de menos es poder abrazar a mamá cuando llega a las tantas del trabajo”. Estuve a punto de correr dos metros y abrazarla. Pero me contuve y me di la vuelta para que no pensara que su padre llora más que escribe.

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