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Los helechos de mi madre

Helechos en A Coruña.

 Veo los helechos y veo a mi madre. Cuando pequeño, no sabía que había helechos silvestres, que hubiese verdaderos bosques de helechos. Mucho menos que los hubiera tan cerca, en las propias Islas Canarias. En las islas verdes, claro. Para mí, no tenía sentido que existieran. Pensaba que el universo del helecho colgaba de jardineras en los patios canarios como el de mi casa. Allí, mi madre se jugaba la vida, encima de una silla, con una regadera en una mano y la otra llena de los restos de palmera que me había mandado a buscar a la que se veía desde la puerta principal de casa. En la tierra que cultivaba Miguel Díaz. Había otra palmera, en la carretera de Conil, en el enarenado de Cándido Borges, pero aquella se veía desde la parte trasera y era más alta, demasiado alta para que yo pudiera arrancarle de sus entrañas esos esponjosos restos de palmera.

 

Helechos en jardineras colgantes como los que tenía mi madre en nuestro patio.

Los helechos de mi madre, sus tres helechos, eran espectaculares. Con hojas largas, grandes y estaban siempre muy bien cuidados. Desde que aparecía una hoja seca o echaba un esqueje feo, mi madre acercaba la silla, cogía la regadera, quitaba los sobrantes y le echaba agua a chorro, con la regadera, cerca de las raíces.

 

Helechos en La Palma.

Las visitas de mi madre se sentaban en el patio, a la fresca de los helechos y la felicitaban por tenerlos tan verdes, tan grandes, tan bonitos. Y mi madre no cabía en ella, se acercaba a los helechos y los miraba con la misma ternura con la que me daba el pecho en mi infancia. Mi madre era madre experimentada y numerosa y sabía dar cariño, incluso a sus helechos. Pero también era mujer firme y poco dada a que las cosas se quedaran a medio hacer. Por eso sus helechos eran tan bonitos, tan grandes. Por su cariño también, pero sobre todo por su constancia perenne y su capacidad para subirse a la silla para poner en hora el universo de los helechos.

 Mi madre ya no está. Ni sus helechos en un patio que añora a mi madre y sus helechos en tiempos estos de olvido.

 Volví a sentir esas emociones, primero en La Palma, en abril, y después, este septiembre, en A Coruña, cuando aparecían, en mis jornadas de peregrinaje por el Camino Inglés, aquellos inmensos bosques de helechos libres. Parecía que no echaban de menos las jardineras colgantes de varillas de hierro, con el fondo lleno de restos de palmeras, con las raíces en el aire y las hojas abiertas, esperando a que mi madre las limpiara. Pensé, pensaba, que quizás allí estuvieran también los helechos de mi madre, que se fueron del patio de casa y, como ella, ahora están en el cielo de los helechos.

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