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Mi primer entreno en lucha canaria

 

Equipo juvenil de Tías en el que competí y quedamos campeones.

Sabía dónde se entrenaba. Había estado un par de veces viéndoles entrenar. Era una infraestructura arcaica, pobre, hecha por los propios luchadores.

Constaba de una habitación a bloque visto, donde nos cambiamos y dejábamos nuestras cosas y, al lado, un círculo de jable rodeado por unas tres filas de bloques pegados con barro, creo recordar. Ese era el terrero de entreno. Había unas bombillas peladas para alumbrar. Estaba en la trasera del Ayuntamiento, en el llano que quedaba entre el campo de fútbol y el colegio. O sea, la trasera de todo, escondidos al mundo, practicando lucha canaria.

Un campo de entreno arcaico

Llegué y los iba viendo llegar a todos. Se cambiaban, hacían unos ejercicios de calentamiento y ya quedaban pegados. Yo tenía que esperar a que llegara el entrenador y mandador de los juveniles, Manuel Hernández, conocido también como “El pollo” o “El pollito”, para diferenciarlo del Pollo de Tías, Manuel Cabrera, que había luchado en años 50 del siglo pasado. Aunque era mi primer día de entreno, yo ya había luchado antes. Lo había hecho con mis amigos en la calle y en la playa. También en las fiestas del pueblo, donde hacíamos dos equipos y nos enfrentábamos unos contra otros, después de la misa, en la plaza de la iglesia de San Antonio. Y participé en el Beñesmen, juegos escolares en los que practicamos lucha canaria. donde nuestro luchador destacado era Víctor Hernández. Pero, en este caso, ya era federarse, entrenar con regularidad y luchar contra los equipos de los otros municipios.

El Pollo llegó con una bolsa y me enseñó dos vestimentas para entrenar. Y me dijo que me quedara con la que más me gustara, que me la llevara para mi casa y que la cuidara. Me probé las dos, me quedé con una, eché unas carreritas, hice unas flexiones y me metí en el jable. Había en el entrenamiento casi veinte personas, entre juveniles y senior.  Estaban mi hermano Ángel y Agustín Corujo agarrando en un lado y en otro estaba Antonio Valiente agarrado con Miguelín García, mientras Carlos García, Domingo de León “El Moña”, Antonio y Tomás Rodríguez, Quique Mesa, Nando Marrero, Peyo, los gemelos Toño y Pedro y otros más estaban esperando para sustituir al que caía. Se hacía rondas donde todos luchaban contra todos. Ese día, apenas pegué con nadie. Me tuvo todo el rato Manuel Hernández dándome instrucciones y contestando mis dudas. Le dije que era zurdo, que si por ello no debería mantener una posición distinta que el resto de los luchadores. Me dijo que no. Que si ponía la pierna izquierda más adelantada, en lugar de la derecha, quedaba completamente vendido y expuesto a un toque para detrás que me dejaría comiendo arena. Me dio otras indicaciones. Y me puso a pegar con los juveniles, algunos tiraba, porque ya sabía algunas técnicas. Pero El Pollo venía y me corregía cosas. “Mete más la cadera, no levantes tan de frente al contrario, no pierdas la posición al caminar, no te quedes colgado cuando ya estés vencido” y cosas así.

En aquel terrero ruinoso pasé muchas horas con chicos del pueblo. Allí se contaban su penas unos a otros, además de darse costalazos. A veces estaba pegado y escuchando las conversaciones de los grandes, que contaban sus correrías con las chicas los fines de semana al más puro estilo del parchís, ya saben, matas una y cuentas veinte. En esa época era raro el chico que no pasara en algún momento por el campo de entreno. Unos duraban poco, otros se convirtieron en puntales, pero todos aprendimos muchas cosas juntos. También de lucha canaria.  Cuando nos tocaba luchar en casa, lo hacíamos en la Sociedad Unión Sur de Tías, aunque ya se estaba construyendo un terrero de verdad al lado del fútbol, a unos cien metros de donde estábamos entrenando. Pero no caminaba, la obra iba lentísima y eran los propios luchadores los que echaban una mano. Cuando se terminaron las primeras gradas, empezamos a entrenar allí y más tarde a luchar. Había un pelete tremendo, pero era mucho mejor que lo que teníamos antes. Hubo que esperar muchos años más para que la obra se terminara en condiciones y que, incluso, se le pusiera techo. Hoy es uno de los mejores terreros de Canarias y lleva el nombre de “Ulpiano Rodríguez Pérez”, un gran luchador de Tías, de los años diez y veinte del siglo pasado, miembro de una larga estirpe de bregadores.

Todos para todos

Un entrenamiento de lucha canaria era lo más parecido a una unitaria de un pueblo. Allí entrenábamos todos juntos, grandes y pequeños. Y todos te daban consejos al pegar con ellos y, a medida que ibas aprendiendo, tú también le recomendabas a tu compañero que hiciera eso o lo otro. Había un verdadero compañerismo, o eso percibía yo con aquella edad. A mí me recibieron bien y me fui integrando bien. Llegaba por las tardes, me ponía el pantalón, me lo remangaba y comprobaba que estuviera bien subido. Me ponía la camisa, me la metía por dentro del pantalón, y le hacía un nudo al cordón del pantalón para que quedara justito sin apretar. Unas carreritas suaves, unos estiramientos y al terrero. Buscaba a uno que estuviera libre, y pegábamos. Y a practicar luchas. Eran entrenamientos, lo de menos era si caías o no, lo importantes era que fueras perfeccionando las técnicas, mejorando la posición y aprendiendo, por los movimientos previos, a saber que lucha iba a hacer el contrario para defenderte o contratacar. Lo pasábamos francamente bien.

Me encantaba el equipo juvenil que se iba haciendo. Un par de años después, luchando ya en el terrero actual, aunque solo con tres gradas, sin techo y con un frío que pelaba, nos quedamos campeones juveniles de Lanzarote. Aquel equipo, formado por Nando Marrero, Pedro Cañada (Peyo), Manuel García (yo), Antonio y Pedro Rodríguez (los gemelos), José Miguel, Ramón Rodríguez, Mamé Cañada, Maximino Umpiérrez, José Miguel Morín, Gregorio Aparicio, Guillermo Cabrera y  Esteban, entre otros, consiguió lo que nos parecía imposible los años anteriores, cuando teníamos con nosotros a Juan Lorenzo y a Domingo de León, que eran mayores que nosotros, pero los equipos contrarios también tenían buenas plantillas.

¿Así empezó mi pasión por la lucha canaria? No, aquí, solo comenzó mi etapa como luchador federado, que fue corta porque elegí contar historias de otros luchadores que hacerme la mía propia en el terrero. Mi pasión por la lucha empezó mucho antes. Desde el mismo momento que vi a los luchadores agarrados en medio de la pista de baile de la Sociedad Unión Sur de Tías, encima de cuatro dedos de arena de playa, metidos en un círculo pintado de cal. Poco a poco, esos hombres fueron diseñándome un imaginario en el que ellos estaban en el centro del escenario. Y así aparecieron mis héroes. Y ahí siguen y ahí sigo.

 Por supuesto que me acuerdo de ir a aquel terrero de entreno, por la tardecita. A veces iba solo, directamente, por la calle Pérez Galdós y me encontraba a Pedro y Toño saliendo de su casa e íbamos juntos el tramo que bordea el colegio. Otras veces cruzaba la carretera e iba por el Hoyo del Agua, porque quedaba con los hermanos Cañada García, Peyo y Mamé, para ir juntos. Ahora, al salir de los entrenos, después de unas risas con los compañeros del equipo juvenil y aguantar que los mayores se rieran de nosotros con comentarios irreproducibles, tiraba para casa derechito para cenar antes de que llegara mi hermano Ángel, dos metros de altura y  una fuerza de camello. A razón de esos parámetros comía. Y mi madre le llenaba un plato de torrijas y le dejaba dos litros de leche para calentar. Yo apenas pesaba 75 kilos y no superaba el metro ochenta y dos. Así que no era previsible que viniera del entreno con tantas ganas de comer. Mi torrija pelada y mi vaso de leche me sabía a poco. Y tiraba de las torrijas de mi hermano. Hasta que oía el timbre. Entonces, corría a abrirle, para que no se despertara mi madre, y me metía en la cama. Mi hermano nunca se quejó porque el mayor músculo que tenía era el corazón. Lo suyo siempre fue de todos. Y las torrijas de mi madre estaban muy buenas.

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