El enfado más tonto e inesperado
- MANUEL GARCÍA DÉNIZ
Enfadados (IV)
Con la acumulación de trabajo pendiente que llevo, se me pasan los días sin darles cuenta de esas anécdotas y no tan anécdotas que tiene, o sufre, uno con estos gajes de la profesión. A nadie le gusta que le critiquen, a nadie. Pero no todos gestionan igual sus emociones cuando se evidencian sus fallos, taras o desaciertos. Están los que intentan verlo como una oportunidad para mejorar, incluso te llaman para ver qué pueden hacer para evitar ese mal que no veían antes y que ahora observan con preocupación. Pero esos, claro, al no enfadarse, más bien todo lo contrario, pues no figurarán en esta serie, dedicada a los que no solo se equivocan, no solo lo hacen con los recursos públicos sino que, además, no aceptan que se les diga. Y te amenazan, y te recortan la publicidad, y llaman a tus jefes e, incluso, se “encochinan” en paranoias que acaban haciéndoles más daño que la primera crítica inocente. Pero el narcisismo convive muy a gusto entre el poder, la paga doble y los privilegios.
Uno de los enfados más tontos que he sufrido se produjo en diferido. Había hecho un artículo analizando los años de gobierno del presidente del Cabildo Pedro San Ginés y entre las recomendaciones que le hacía, después de una tonga de años en el cargo, es que debería cambiar de gerentes de los CACT y la SPEL, donde estaban los que eran sus amigos por aquel entonces, el economista José Juan Lorenzo y Héctor Fernández, respectivamente. Les decía algo así como que estaban esos señores encantados de conocerse y poco más. Apenas unas líneas cuando el bombo ya iba para bingo. Vamos, sin demasiada importancia en el conjunto del artículo. Tanto fue así que al día siguiente de publicarlo me encontré a José Juan y como tal cosa.
Unos días después, una semana o diez días más tarde, caminando por la Avenida de Playa Honda, me encuentro a Héctor Fernández haciendo series él solo. Series a cierta a edad son la mezcla de carreritas flojitas (sin mucha velocidad ni intensidad) con otras más flojitas todavía. Lo veo, paso por el lado de él, le saludo y me mira como si estuviera viendo a Claudia Schiffer desnuda. Como si tuviera un apetito voraz, pero no abrió la boca ni para saludar. Me extrañó enormemente porque solía ser muy locuaz conmigo y me llamaba alguna vez para que le publicara unos ridículos artículos que él consideraba que eran la esencia misma del marketing turístico. Y se los publicaba. Tampoco perdía la oportunidad para alabarme, para decirme que me leía mucho y bien. En fin, mantenía un comportamiento muy parecido a otros que quieren hacer migas allí donde creen que se puede cocer algún pan. Pensé que estaría cansado, que la edad no perdona y el deporte exige mucho y más con esas series tan tortuosas como lentas. En ningún momento pensé que se hubiera ofendido, en realidad ni me acordaba de lo que había escrito hacía tantos días. Ni él nunca se dirigió a mí a decirme nada. Y a quien no pide explicaciones es feo dárselas.
Siguieron pasando los días, no sé cuántos, creo que hasta meses. Y, de pronto, veo que había mandado algo a todos los medios menos al mío, en el que se publicó el artículo, con lo que no se trataba del derecho a réplica, sino del derecho al pataleo y cuanto mayor mejor. Sacó algo así como dos folios, escrito con la ayuda pagada de alguien que seguirá estando en su Gloria, diciendo, entre otras sandeces, que creía que le cuestionaba por no ponerme publicidad. Nunca he entendido por qué todos los gatitos se creen que son leones durmientes. Daba a entender el hombre, de forma sibilina y más propia del que vive enclaustrado en sus propios traumas que de todo el gerente de una empresa pública que se puede permitir el lujo, además, de compartir con su santa señora, que yo le había pedido publicidad y él se hubiera negado. Y esa mentira, a sabiendas, lejos de solucionarle su problema de autoestima, si lo tuviera, me hizo mirar con más fijeza a aquel hombre que no paró hasta que consiguió dejar sus clases en la Escuela de Turismo para aterrizar en la SPEL.
La mala digestión de un par de líneas en un texto que no le tenía a él como objetivo, que iba más de política que de niñerías emocionales, facilitó que los “enemigos” que había hecho él en el departamento y en el resto del Cabildo creyeran que mi teléfono particular era su pañuelo de lágrimas. Sin pretenderlo, me vi con una tonga de información, que por mi propia voluntad nunca hubiese ido a buscar. Cómo llegó, lo que hizo, con quién quedó, a quién metió, lo que cobraba, la compatibilidad con una sociedad familiar, un montón de cosas que no solo me permitió contestarle con entusiasmo a su perreta infantil, sino conocerle como nunca pensé ni quise.
Y lo que es peor, sobre todo para él, que lejos de cuestionarme mi artículo, no vino sino a demostrarme que me había quedado muy corto. Y pensar que si, entre la carrerita flojita y la otra más flojita, me hubiese pedido explicaciones por algo a lo que yo no le di la más mínima importancia, se hubiese evitado el malentendido, me deja muy claro de qué tipo de persona se trataba. Aunque todos sus excompañeros y excompañeras ahondaron ya en esas cosas.
Un enfado realmente tonto e inesperado. En el próximo ya les hablaré de uno muy divertido.