El Timanfaya, entre dos mares
La ruta del litoral abre al viajero el disfrute de la zona nueva ganada al mar por las erupciones volcánicas. El mar azul y el mar lávico se abrazan en una lucha de titanes dando un esplendor único al paisaje
Ya estamos aquí, en la Playa del Cochino, dentro del Parque Nacional de Timanfaya. Hace calor, a pesar de que parecía que este 5 de octubre de 2013 iba a estar más fresco. Las vistas, desde el oeste, son realmente impresionantes y diversas. El grupo se ha abierto como una margarita, a la orilla del mar. Mis compañeros de excursión aprovechan también para sacar fotos y recorrer los charcos. Nadie quiere bañarse, ni era nuestra pretensión. Ninguno había estado antes en esta parte de su isla, a pesar de que todos tenemos más de cuarenta años y somos naturales de Lanzarote. Pepe Reyes, mi compañero habitual en estas caminatas, comparte impresiones con Antonio Pérez y Juan de León sobre la construcción de este espacio, fruto de la entrada del mar lávico de las erupciones volcánicas del siglo XVIII y posteriores en el mar oceánico. Todo el litoral que hemos visto a lo largo de nuestra caminata por la ruta del Parque Nacional de Timanfaya es tan bello como impresionante. Muestra el violento contacto que todavía mantienen el mar y la lava a cuentas de aquella entrada abrupta de la tierra donde antes sólo había agua y sal.
La Playa del Cochino
Intento sumergirme en el recuerdo histórico y hacerme una idea de cómo pudo ser ese encuentro violento. Trasladarme a los días en la que la lava, ardiendo, se acercaba al mar para obligarle a replegarse. Visualizar el momento del encuentro, donde el ser viscoso y ardiente se abraza al líquido frío. La impresionante humareda que tuvo que producirse al evaporarse miles de litros de agua al minuto, al enfriarse rápidamente, a la vez que, poco a poco, la lava avanza en el mar hasta solidificarse, creando figuras inverosímiles de rocas y acantilados, que desde ese momento iban a estar a merced de los vaivenes del mar. La Playa del Paso, en cuyos acantilados anidan las pardelas cenicienta, que se encuentra más cerca de El Golfo, y la del Cochino son excepciones a un litoral muy parecido al de Los Hervideros, donde los encontronazos del mar hacen que el blanco de la espuma de sus aguas sea una referencia cercana. Aquí, en El Cochino, como corresponde a una playa, el mar y la tierra están a la misma altura, aunque el suelo es de cordada volcánica, donde abundan los charcos que no llegan al tamaño de piscinas naturales. En los alrededores, también es protagonista la arena negra salpicada de escoria volcánica y restos de la erosión ejercida por el mar. También se ven muchas maderas, cabos de barcos y otros restos que demuestran que es un sitio de esos en los que el mar devuelve lo que los hombres se olvidan en él.
Aunque no coincidimos con nadie, ni durante la caminata por el sendero ni a la llegada a la Playa del Cochino, hay señales aquí que demuestran que las visitas son frecuentes. Hay una especie de cabaña rudimentaria, en la zona arenosa, hecha con restos de palés ( posiblemente devueltos aquí por el mar) que sirve de refugio a Ronbinsones Crusoe que se pierden por estos lares. También hay un tendedero de pescado. Me imagino que lo utilicen para secar esos pescados y pulpos que son tan abundantes en estas aguas. Aunque no sé si estas actividades están permitidas en esta zona del Parque Nacional.
Un mar de diferentes tipos de lava
Estamos entre dos mares, en dos mares. El lávico, tan oceánico y diverso como el atlántico, su compañero inseparable. En un lugar de recientísima creación, y de forma tan natural como las más antiguas, que no existía antes del siglo XVIIII. Una zona hecha a temperatura de herreros, que hoy ya tiene vida tanto vegetal como animal, dentro y fuera del agua.
Nos tomamos un buche de agua y nos enfilamos hacia el sendero, el único que hay, imposible perderse, aunque a veces es imperceptible por las condiciones del suelo. Es la ruta del litoral del Parque y se puede ir (o venir) por ella desde El Golfo a Tinajo. Son unos
Algunos de los participantes, en pleno regreso, comentaban que hubiese sido mejor seguir hasta el final: eran más o menos los mismos kilómetros de caminata y no sufriríamos los efectos del “yo por aquí ya pasé”. Pero, Pepe Reyes, que había estado callado, mientras el resto, en fila india, coincidía en esa posibilidad, cerró el debate de forma brillante: “Ustedes no están viendo lo mismo ahora que antes. Es verdad que vamos por el mismo sendero y de regreso pero las vistas son totalmente distintas porque lo que dejabas antes atrás ahora lo mantienes delante de tus ojos permanentemente y viceversa”. Reímos todos y seguimos caminando a un ritmo realmente importante, a pesar de que se hace muy duro caminar por este espacio, donde, a veces, el suelo está duro y liso (pahoehoe) y, otras, lleno de piedras sueltas y estructuras rotas (aa) que amenazaban con derribarte en cualquier momento. No fue así, ninguno llegó a caerse, aunque todos tuvimos algún que otro trompicón y nos quejamos de la dureza de mantenerse dentro de un sendero con semejante dureza, después de horas de caminata. Aunque sabíamos que por fuera, además de ser peor, estaba terminantemente prohibido y de forma más que justificada.
Realmente, no era un regreso al lugar de salida. A las ocho y cuarto de la mañana habíamos dejado un coche al final del pueblo de El Golfo, al lado del Parque Infantil, que es donde se acaba ( o donde empieza) el sendero y nos habíamos desplazado en otro vehículo a las afueras, para coger un camino a la derecha que está unos
Comienzo por el camino del parque hacia la Playa del Paso
Eran las 8: 26 horas, no hacía ni frío ni calor y se presentaba el día agradable para caminar. Seguimos el camino, a nuestro alrededor, las aulagas, las tabaibas y las arenas rojizas sobresalían sobre otras cosas. Seguimos y nos encontramos, primero, con una especie de portalón sin puerta y detrás con una casa antigua y un perro famélico, negro, amarrado, que nos miraba con más pena que rabia. Muy cerca, al lado del mismo camino y a unos doscientos metros del acceso al parque, se levanta una casa inmensa, moderna, mimetizada en el entorno. Observábamos estas curiosidades sin demasiado apego, porque no nos eran nuevas ya que el recorrido por este camino hasta la Playa del Paso lo hemos hecho unas cuantas veces. Llegamos a la barrera del Parque, leemos las recomendaciones y entramos en el mismo. Seguimos por el camino de la Playa del Paso, es cómodo, nos entretenemos comentando las características de los islotes, esos espacios que están rodeados de volcán pero en el que no penetró la lava y se mantienen dentro del mar de lava como refugio de la flora y fauna del lugar. Una bandada de perdices, con su vuelo y sonido característicos, nos da la razón.
Antes de llegar a la Playa del Paso, se encuentra la señal del sendero a la Playa del Cochino y nos metemos en el mismo, dándonos cuenta enseguida que aquello era otra cosa. El recorrido se hace mucho más duro y el paisaje más bello y escalofriante. El negror lávico inmenso nos traga y nos vemos en medio de ese mar de lavas, en un sendero que nos obliga a ir casi en fila india y que golpea nuestras rodillas y tobillos cada vez que pisamos el suelo basáltico. Al poco rato, ya estamos en el litoral, a un lado, el mar; al otro, la bestia negra. No podría garantizar cuál de los dos se muestra más inhóspito, pero es realmente gratificante ver, a un lado, el azul atlántico y, en el otro, el negro volcánico lleno de cordadas, piedras, y formas tan negras como extrañas. Además, en un momento determinado, los cuatro nos paramos a la vez ante una piedra inmensa que parecía preguntarnos qué pintaba ella allí. “¡Eso no es una bomba volcánica!”, exclamó más que preguntó Juan de León. Efectivamente, era una bomba volcánica inmensa a más de diez kilómetros del cono volcánico más cercano, con lo que nos aterrorizó pensar la fuerza con la que fue lanzada al aire para que acabara tan lejos de la boca del volcán.
El regreso de Playa del Cochino al camino de la Playa del Paso fue duro pero rápido. Por eso, en lugar de cruzar el camino y adentrarnos de nuevo en el sendero del volcán para llegar hasta El Golfo, decidimos acercarnos a la Playa. Nos venía bien caminar por una zona más blanda y regular, aunque fuera a costa de aumentar el tiempo y kilómetros recorridos. Llegamos sin novedad a la Playa del Paso, dónde, debajo del acantilado en el que las pardelas anidan, una pareja de peninsulares tomaba el sol con total libertad y ninguna ropa, después de darse un baño. Descansamos un poco, nos tomamos otro buche de agua y volvimos sobre nuestras propias pisadas para adentrarnos ya en la zona volcánica que nos separaba de El Golfo, cada vez más deseado por las cervezas fresquitas que sabíamos que atesoraba.
Después de recorrer el litoral en pleno parque, con las rocas llenas de lapas, cangrejos rojos y burgados, antes de llegar a la Playa del Cochino, a unos siete kilómetros del pueblo de El Golfo, el trozo de volcán que nos quedaba por acometer se presentó más como un último impedimento que como un lugar insólito. Aún así, nos sorprendían los jameos y los entrantes en el mar y algunos extranjeros que se adentraban en el sendero con la intención de seguir el recorrido inverso que nosotros. En esta zona, también se veía a algún pescador colgado en los riscos intentando pescar algo con caña grande.
La silueta del pueblo cada vez se acercaba más y más. Ya estábamos en las afueras de El Golfo. En cuatro horas, treinta y tres minutos y treinta segundos habíamos recorrido diecisiete kilómetros en el Parque Nacional de Timanfaya. Por primera vez, los cuatro habíamos visto y pisado (siempre dentro del sendero) el litoral de esta zona de Lanzarote, desde tierra. Coincidimos en que ha sido duro pero espectacular. Más que recomendable.
Fue la primera vez, también, que llegábamos a El Golfo desde el volcán, caminando, y no en coche desde Yaiza. Pero, como tantas otras veces, los cuatro disfrutamos de un arroz caldoso y un vino exquisito de Malvasía, de Lanzarote, mientras nuestras piernas seguían sintiendo el eco de las atormentadas pisadas por el mar de lavas del Timanfaya.