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Vieja y dulce Lisboa

Nunca ha sido la niña bonita de Europa y, sin embargo, ¿quién puede resistirse al encanto de sus miradores? Entre sus intrincadas callejuelas, con la humedad adherida a la piel y a ritmo de fado, se produce el flechazo. Lisboa se maquilla de decadencia, con sus paredes desconchadas, sus azulejos añejos y sus callejuelas empinadas de piedrecillas informes, a modo de aceras, que hacen inviable encaramarse en unos tacones.

Así, caminando en plano y sintiendo el suelo, se puede recorrer la zona Baixa;  la Plaza Figueira y la plaza do Comerçio, escoltadas desde lo alto por las imponentes murallas del Castillo de San Jorge. Para repostar, podemos tomarnos un chupito de Ginjinha, una bebida típica portuguesa hecha con guindas y proseguir, a pie, hasta la Avenida Liberdade. Ya en pleno centro, la Praça dos Restauradores conmemora la independencia lusa frente a los españoles, ávidos de unificar y gobernar Iberia.

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Para subir al Barrio Alto, nada mejor que montarse en el celebérrimo elevador de Santa Justa, para visitar la Basílica da Estrela, construida por deseo de la Reina María I, como símbolo de gratitud a Dios por haber dado a luz un primogénito varón. En los alrededores de la basílica se encuentra el jardín Guerra Jumqueiro, uno de los enclaves más familiares de la ciudad.

 A pesar de ello, no hay nada más pintoresco que Alfama, el barrio más antiguo de la ciudad y el lugar idóneo para probar la comida típica portuguesa, con sus mil y una maneras de preparar el bacalao. También en esta zona, los fines de semana, tiene lugar un mercadillo en que se pueden encontrar desde cámaras polaroid hasta postales antiguas dedicadas, muchas de ellas ‘com amor’.

 A  pesar de todo, habrá que hacer uso de los típicos tranvías, o de las guaguas, para llegar a la torre de Belem, espectacular cuando se pone el sol a sus espaldas. Pero antes, debemos pasarnos por la Pastelería de Belem para probar sus típicos ‘pasteis’, recién salidos del horno. La receta, dicen, es obra de las monjas del Monasterio de los Jerónimos, lo que explica su sabor celestial. En el mismo área está el Monumento a los Descubrimientos que, además de homenajear a personajes como Vasco de Gama o Magallanes, esconde en su interior un Auditorio.

 El río Tajo sigue su camino hacia el Atlántico. A su vera vuelan mil gaviotas y, en la otra orilla, se alza el Cristo Rey, una copia del de Río de Janeiro, que parece velar por el orden de Lisboa.

 

 

 

 

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