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Ya está aquí, vamos a por el pico

 

Parte de guerra (4)

 Día trece de confinamiento. Viernes, 27 de marzo.  Son la tres de la mañana. No puedo dormir y me he cansado de dar vueltas en la cama. Prefiero levantarme y escribir. Y aquí estoy. Y estoy preocupado. Desde el primer momento, antes del confinamiento, entendí la gravedad de la situación. El hecho de contar con información de China e Italia me obligaba a seguir con interés el asunto. El interés ya ganó más dedicación cuando los contagios se aceleraron en Madrid. Si has estado siguiendo estos partes de guerra que hago desde mi casa trinchera, sabrás por qué lo digo.

Siempre me gustaron las matemáticas, más desde que tuve como profesor a mi recordado Jorge Morales. Se me daban bien (modestia aparte, aunque tengo muchos testigos que podrían dar fe de ello). Además, me entusiasmaban de tal manera que, muchas noches, me quedaba hasta la madrugada resolviendo problemas que yo mismo me marcaba siguiendo la estela de los deberes ya finiquitados. Las gráficas, con sus cortes en los ejes y los puntos de inflexión, rodeadas de las populares incógnitas “x” e “y” me apasionaban. Eran muy entretenidas. También las series, descubrir el número que vendría después de la repetición de unas pautas numéricas. Más tarde llegaron los modelos económicos y de todo tipo que, basados en aquellas series, intentaban predecir lo que pasaría en el futuro de acuerdo con lo que había ocurrido en el pasado y su proyección de futuro. Así los economistas consiguieron la triste consideración social de ser los mejores predictores del pasado.

Les cuento esto porque esas experiencias y entusiasmo matemático de mi juventud, adormilado hoy por mi apuesta por las letras en detrimento de mis queridos números y su juegos, me han mantenido alerta desde el principio del coronavirus Covid-19. Su enorme capacidad para replicarse (de reproducirse con una simple división que multiplica su ejército de forma exponencial) y contagiarse (superior en más de tres veces al de la gripe), junto con su importante mortandad en la población mayor y la que tiene patologías previas sea o no mayor, asusta. Y cuanto más consciente eres del problema, más te asusta. Si a eso le sumamos las deficiencias de medios, el sobresaturado mercado mundial de “armas” para luchar contra la pandemia y la falta de experiencia de los ciudadanos para afrontar estas circunstancia, te pones ya en alerta de forma automática.

 Y en esas estoy, en alerta. Además del estado general de alarma. Pero hago ejercicios de autocontrol, de serme útil a mí mismo. A no caer en la dependencia emocional antes que la física. Tampoco está el horno para bollos. Como saben ya, si han leído los partes anteriores, soy pareja de una sanitaria, mi heroína preferida de esta guerra, la que veo salir todas las mañanas hacia el frente, temiendo por nosotros, con un valor y una vocación de servicio envidiable. No sé qué hacen con los estudiantes de medicina, aunque de todo hay en la viña del señor, para que salgan médicos dispuestos a dar su vida, su salud, por sanar a los demás. Ella es así. Y todos los días me habla de compañeros de ella que son así, que luchan para evitar el desenlace fatal del paciente, que se mueven entre enfermos, infectados altamente contagiosos, con la determinación de héroes.

Son los últimos héroes de estas sociedades postindustriales y adictas a las impersonales tecnologías. Pero no son solo los médicos. Están ahí con ese mismo valor y entrega las incansables enfermeras (y enfermeros), los celadores (y las celadoras), las auxiliares (y los auxiliares) y los de mantenimiento y todo el personal de hospitales y centros de salud.

Ya se acabó la poesía de esta situación. Las bromas del encierro y los tiempos de sacar la gallina de paseo, tan propios del inicio de todo, han dejado paso a los dos primeros muertos en Lanzarote con coronavirus Covid19.  Son dos extranjeros, mayores, uno con patologías previas, un alemán el martes pasado y un inglés ayer, jueves. La procedencia de los fallecidos nos da una imagen más real de esta isla, que ha estado abierta de par en par al mundo hasta después, incluso, de decretarse el confinamiento en casa. Hasta ayer jueves, salían a miles obligados por las órdenes ministeriales que cerraban aeropuertos y hoteles. Agolpados en el propio aeropuerto, contraviniendo las normas y el sentido común. Un virus, que no tiene piernas ni manos, que no tiene capacidad de moverse por sí mismo, encuentra en estos comportamientos temerarios su mayor ventaja para colonizarnos y a veces matarnos. De la misma manera se aprovecha de que hagamos oídos sordos a las indicaciones de las autoridades sanitarias competentes. Y que, incluso, algunos lleguen, en el mayor grado de su ignorancia, a enfrascarse en batallas inútiles con los guardianes del confinamiento. No les cabe en la cabeza que está vez sí, nuestras casas, aburriéndonos o no, son la mejor opción. La única con la que podemos contribuir a acabar con la pandemia si no somos sanitarios, agentes de las fuerzas de la seguridad o militares, chóferes de reparto, o transportes públicos, dependientas o cualquier persona necesaria en la logística del sostenimiento social en estos tiempos. Y si lo eres, todos estamos obligados a velar por tu seguridad. 

  

 Los primeros muertos ya han empezado a hacernos sentir cerca al virus y a conocer su capacidad destructiva. Pero la cosa no ha hecho si no empezar. Tenemos que ir en busca de nuestro pico también. Ya vemos como la gráfica insular sube en contagios, en positivos, en ingresos hospitalarios y muertes. Es la dinámica, la conocemos ya. La vimos primero en China, la vimos después en Italia y acabamos contando infectados y muertos en Madrid. La cosa ya no era tan lejos. Hasta que llegó aquí. Ya los infectados van teniendo nombres conocidos. De gente cercana, de familiares. El virus empieza a agujerear las estructuras familiares de la gente de aquí. Y comienzan los dramas.

Hoy, seguramente, los casos diagnosticados superarán los treinta. Lo que significa, si nos atenemos a proyecciones que se han hecho en otros lugares, que ya hay en la isla casi un centenar de personas infectadas. O más. Cada día, aquí, en esta isla de apenas 800 kms2, donde ya apenas quedan un par de miles de turistas, son muchos los que sienten los síntomas, o tienen fiebre, o tienen tos, o se asfixian. Muchos de ellos llaman a los servicios sanitarios y de forma escalonada van acudiendo a sus citas y a sus pruebas. Desde hace semanas, cada día son más las personas que sienten los síntomas, y cada día hay más positivos. Ya hay en la isla sanitarios, incluidos médicos, infectados, con toda su corte relacional aislada. También hay agentes de las fuerzas de seguridad. Y hay familias con varios miembros con covid-19. Esa es la realidad de una epidemia. Hay quienes tienen los síntomas, y sin saberse bien el porqué, apenas sufren daños considerables. Pero, en cambio, también hay ingresados en Lanzarote, y no sólo personas mayores con patologías previas.

 Este virus es todavía un completo desconocido y hace daño. Y lo mejor que se puede hacer ante un ser desconocido es lo que nosotros les decimos a los niños y nuestros padres nos dijeron a nosotros: no hay que dejarle entrar en casa, no hay que abrirle la puerta. Y para eso es necesario confinarnos, pero confinarnos como personas adultas. Guardando las distancias, lavándonos las manos y respetando todas las recomendaciones. Un descuido, nos puede costar la vida. Y lo que es peor, la de toda nuestra cadena de contactos. ¿Nos asustamos? Qué va, no sirve para nada. Es más práctico actuar con cautela y mantener la serenidad. El virus intentará también desequilibrarnos emocionalmente infectando a gente conocida, a gente querida, a gente amiga, por ello necesitamos estar despiertos pero serenos. Dispuestos a cumplir con nuestra obligación, a no olvidarnos de que estamos en nuestra trinchera, librando una lucha muy seria, aunque sea en nuestra casa.

Para evitar el contagio, te vales tú solo. Desde que te contagias, ya entras a ser un hombre o mujer dependientes. Dependes de la fuerza de tu organismo, que podría hacer que lo pasaras sin pena ni gloria, o de los sanitarios, ya bastante agobiados por la acumulación de trabajo. Así que toca redoblar los esfuerzos en defensa, en cautela, en control y en tener capacidad para ver más allá del confinamiento. Que seguro que nos estarán esperando cosas muy buenas. Pero ahora toca luchar, luchar y luchar. Con jabón, con higiene, con distancia, con esfuerzo. Así hasta la victoria final.

Esta tarde, en mi hora de terraza, observaba, por primera vez, después de veinte años viviendo aquí, la casa de mi vecino. Podría decir que  me impide ver el mar, pero sería mentira. Sigo viendo el mar por ambos lados, y, además, su casa estaba antes que la mía. Tanto es así, que lleva ahí más de cincuenta años, y fui yo quien construyo a sus espaldas. Descubrí que tenía forma de “L”, aunque orientada hacia el norte. De la pared larga sobresale un rectángulo alargado, muy alargado, con cuatro ventanas en su interior. Sus bordes están pintados de verde, sobre el muro blanco. Mientras miraba, pensando en otras cosas, me acordé del dueño de la casa. Y le vi sonreír, como hacía siempre que me veía, antes de saludarme. Se llamaba Antonio Arencibia, era una persona mayor, un hombre bueno, un vecino ejemplar. Murió hace ya unos años. Pero no me podía creer que hubiera gente que minimice los efectos atroces del Covid19 por su especial incidencia en los mayores. ¡Cuánta historia, cuántas sonrisas, cuánta humanidad y calidad de vida desaparecen con la muerte de estos generales de “batallitas imposibles” en el frente, solos, infectados!

Pero la tarde de ayer, en la terraza, también tuvo un rato muy agradable. Por primera vez, compartí una “videollamada” con dos queridos amigos. Estamos los tres a menos de 10 kilómetros de distancia, pero el confinamiento nos impide vernos. Y brindamos desde la distancia, en unas circunstancias nuevas, pero con la confianza de siempre. Sé que este coronavirus cambiará muchas cosas pero me alegra enormemente saber que mis amigos están ahí, en sus casas, bien protegidos, esperando a que todo acabe para darnos un abrazo. Si fuera peninsular les diría “os quiero, muchachos”, pero como soy de Lanzarote de toda la vida, y por parte de padre y madre, como ellos lo fueron por parte de las suyos, simplemente les digo: “¡Déjense de boberías y pónganse a trabajar, carajo!”             

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