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Todos los días son lunes

Las calles de Puerto del Carmen, bulliciosas siempre, son ahora, el ejemplo de que todos estamos en nuestra trinchera, en casa. Calle Juan Carlos, en su tramo más cercano a La Tiñosa.

Parte de guerra (2)

Son las cuatro de la mañana de este lunes, previo a otro lunes.

En realidad, el móvil asegura que es domingo, 22 de marzo de 2020. Pero yo no tengo que creerle. El general Villarroya, Jefe del Estado Mayor de la Defensa (Jemad), ha dicho que en tiempos de guerra todos los días son lunes. Y a callar. Da igual lo que diga el teléfono, lo que diga el sentido común, en tiempos de guerra se hace lo que digan los militares. Así que mucha disciplina, todos en sus puestos y moral alta, de victoria.

Yo ya estoy aquí, al pie del cañón (nunca mejor dicho). Dormí cuatro horas pero soñé toda mi vida. La mente es prodigiosa. Cuando iniciamos el octavo día de confinamiento en nuestras casas, como respuesta al ataque de millones de virus Covid-19, he estado cuatro horas paseando por las calles más populosas que he visitado en mi vida. Me  he visto bajando a la zona portuaria, al puente de Gálata, desde el Mercado, por aquellas calles estrechas llenas de gente de medio mundo hasta el punto de no poder avanzar sin empujar. Y de pronto, aparezco en Madrid, en la Gran Vía, torciendo hacia Montera para llegar a la Puerta de Sol e irme por la calle Arenal hasta el Palacio de la Música. O me veo en Bahía, en pleno pelourinho, en Brasil, o en Times Square, en Nueva York, o en Trocadero, en París, o en la Plaza Vieja, de Praga, o en las más livianas poblacionalmente, pero no menos bonitas y sociales, capitales nórdicas de Copenhague, Estocolmo, Helsinki, Oslo. Ha sido tan reconfortante que estoy por quedarme hoy en casa, sin salir para nada, ni tan siquiera para ir al supermercado, ni a la farmacia, tampoco a pasear el perro. Ya lo hice así ayer y el viernes. No dejo mi trinchera para nada. ¡No, señor!

Vivo en mi trinchera como si estuviera en mi casa. Me despierto y vuelvo a la pesadilla del coronavirus. Guardo la distancia social con mi mujer, médica, y con mi hija pequeña, adolescente. Se acabaron los abrazos, los besos y también todo lo demás imaginable en la proximidad familiar que lleve a muestras de cariño con caricias y contacto físico.

Debe ser verdad que todos los días son lunes, porque a las ocho de la mañana oí como se abría la puerta y mi mujer me gritaba adiós, dispuesta a abandonar nuestra hogareña trinchera, donde yo ejerzo de héroe casero, lavándome las manos unas cuarenta veces al día, para no dar pie a que el virus me colonice, para irse al frente. Abandona una trinchera segura para irse a pelear contra el virus en el puesto avanzado insular, en el Hospital Doctor Molina Orosa. Allí, además de contra el virus, tendrá que luchar contra la incomprensión de políticos y ciudadanos, todavía no pacientes, que no se creen del todo la peligrosidad del enemigo. Eso me lo imagino, porque no me cuenta nada, aunque percibo su tensión, su enorme responsabilidad, y oigo, callado, sus consejos para protegerme del coronavirus, y de ella, que va y vuelve de una zona que se irá infectando poco a poco, día a día, como ya pasa con otros lugares.

Intento olvidarme de los riesgos pero no de los consejos. Me quito el miedo de encima, en este sábado que es lunes, y pongo el canal 24H, mi acompañante permanente, que no para de hablar, y a veces se repite como un loro, pero no me puedo despegar de él. Y vuelvo a llorar, no puedo contenerme. Es igual de contagioso que un bostezo pero menos sanguino que el Covid-19. Son dos enfermeras de un hospital de Madrid, agotadas, que intentan darle ánimos a la población, a los familiares de los abuelos que caen como moscas, en sus manos, sin acompañantes, en las UCI, con coronavirus. Vuelven a repetir la imagen y  vuelvo a llorar. Y dejo que las lágrimas vaguen por mis mejillas, no quiero llevarme las manos a la cara, ni tengo fuerzas para abandonar la silla, ir al baño, coger la pastilla desgastada de jabón y empezar de nuevo, como hace veinte minutos, a pasar espuma entre mis dedos, por el dorso hasta la muñeca. Intento escribir, es lo único que me calma. Es lo único que creo que puedo hacer en esta guerra irregular, donde milito en una trinchera al más puro estilo de Gila. Si me duermo, tengo premio. Si como, nadie me dice nada. E, incluso, me recomiendan que vea la tele, que haga deporte y hasta que me recree con espasmos eróticos si eso me tranquiliza. Siempre y cuando me lave después las manos. Es tremendamente duro quedarse en casa así, viendo a mi adolescente preferida estudiando sin parar. ¡Qué madura es! Y mi mujer la suerte que tiene. Puede salir a la calle, recorrer en coche las calles desiertas y las vías sin atascos que separan nuestra casa trinchera hasta su trinchera hospital y pelearse con el mundo y los virus, arriesgándose a un contagio más que probable, mientras yo me muevo soñando con mis medallas futuras por el salón, la cocina, la terraza y descanso en mi dormitorio.

Los Centros Comerciales esperan, callados, el regreso de los tiempos de paz. El Biofera Centro, Puerto del Carmen.

Sé que soy personal de riesgo, que algún virus se puede encaprichar con mi mujer y venir a casa. Y me asusta por mí y muy especialmente por mi hija. Cuando se transita por la cincuentena, en plena cuarentena, se empieza a dudar si se es joven todavía o si ya se es viejo, pero se sabe, con seguridad, que ni se es un niño ni un anciano. Que se está con fuerzas para luchar y defender a los tuyos. Me alegran los mensajes de mis hijos mayores desde Madrid, bendita tecnología. ¿Se imaginan luchar contra esta pandemia sin las nuevas tecnologías? ¿Estar en casa confinados sin internet? No quiero ni pensarlo, ni me pongo a pensar en tiempos pretéritos de gripe española o peste negra. Tampoco me planteo lo que hubiese disfrutado el Cura de Yaiza haciendo sus crónicas de las erupciones volcánicas de Lanzarote, en 1730, en directo, por internet, en ELPERIODICODELANZAROTE.COM.

Estamos aquí, en nuestra época, para lo bueno y para lo malo. Estamos en casa, en nuestra trinchera, haciendo de corresponsales de guerra donde se combate contra un enemigo desconocido, invisible para ponerlo más difícil todavía, que nos demuestra que se puede intentar conquistar el mundo sin piernas, sin manos, dejando que los demás te lleven dentro y, a toque de estornudo, te metan a tus descendientes en cuerpo ajeno. Y así de China a Madrid, y de Madrid a Lanzarote, y de Lanzarote a cualquier otro lado hasta volver a China para que haya más casos importados que propios en el país en el que empezó todo.

Las calles de Tías también están desnudas, vacías, sin coches, sin gente. Todos están en la trinchera, combatiendo al virus. Calle San Blas.

 Octavo día de confinamiento, sigo en la trinchera, no salgo de mi casa. Hoy también es lunes. Pero habrá un mañana y será después de un lunes.

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