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Enrique Pérez Parrilla, el PSOE por bandera

El año 2003 no fue un buen año para Enrique Pérez Parrilla. Era el primer año electoral, desde que volvió la democracia a las corporaciones locales, que no estaba en la cartelera de su partido. Desde 1979, las primeras elecciones locales de esta etapa democrática, el profesor de Matemáticas del Instituto Blas Cabrera Felipe se mantuvo firme como cabeza de lista. Gracias a ello, había sido presidente del Cabildo durante casi doce años, en cuatro periodos distintos, aunque solo ganara unas elecciones, las de 1983, en las que consiguió una mayoría absoluta holgada, espoleado por la ola socialista que llevó a Felipe González a la Moncloa un años antes, en octubre de 1982.

 Gobernó el Cabildo al frente de su partido, con 12 de 21 consejeros, con una política socialista que creyó que le daría la mayoría absoluta de nuevo en 1987. Pero no fue así, nunca más volvió a ganar unas elecciones, ni tan siquiera con mayoría simple, y cada vez obtenía menos apoyo. Aun así, volvió a presidir el Cabildo en tres ocasiones más al encabezar dos mociones de censura y beneficiarse de una rocambolesca operación en la que todos los consejeros del PIL, Dimas Martín el primero, renunciaron a presidir la corporación para que ocupara el cargo el de la segunda lista más votada, Enrique Pérez Parrilla. Aunque pudiera parecer que se hizo para favorecer al PSOE, realmente el PIL lo que trataba era de impedir que una moción de censura dejara sin opciones a su presidente en el mandato que empezaba, sabiendo que Coalición Canaria y socialistas ya tenían un pacto para gobernar juntos. Y gobernaron juntos, pero solo dos años, hasta que Dimas Martín volvió a salir de la corporación y los socialistas eligieron por tercera vez a los consejeros del PIL como compañeros de viaje, el último de Pérez Parrilla.

El partido hacía tiempo que estaba en manos de socialistas menos tradicionales, con menos pedigrí, pero con muchas más ganas de morder poder. Que preferían leer la prensa local (y sobre todo verse reflejada en la misma) que pasarse la tarde leyendo El País y fumando con golosa dedicación. Pero ahora parecía, además, que creían tener un candidato para presidir el partido. Y se afanaban en ello. El abogado Manuel Fajardo Palarea, que había perdido como independiente en las listas del PSOE al Senado en el año 2000 frente a Dimas, se afilió y los que tenían la mayoría del partido le auparon hasta la secretaria general con el propósito principal de renovar el partido, de darle un cambio. Estaban convencidos de que con Fajardo se viviría otra etapa gloriosa en el Cabildo de Lanzarote. Y que reunía el perfil adecuado para, ahora sí, desbancar de la lista socialista al candidato de 1979, 1983, 1987, 1991, 1995 y 1999.

Enrique vivió este proceso como un “presidente cojo” americano, al que se le agotaron las opciones de ser candidato, y vive de presidente sus últimos días, vigilado por los suyos y sin ganas de mezclarse en el fragor de la batalla electoral que se avecinaba. Él era el presidente pero sus consejeros ya miraban más para la nueva figura emergente e intentaban con la colaboración propagandística tener contento al nuevo sin ofender al viejo.

Con las listas cerradas y Enrique al margen de todo, llegó el momento del acto de presentación. La Sala Teatro del Cine Atlántida estaba abarrotada. La convocatoria intensiva del Comité de Campaña había tenido una buena respuesta. Todos los candidatos de la isla a los ayuntamientos, Parlamento y Cabildo estaban allí con tres o cuatro familiares cada uno. Había cierto nerviosismo porque algunos decían que Enrique no iría. Que no estaría allí para escenificar el relevo con Manuel Fajardo. Otros, en cambio, aseguraban que Enrique pondría al PSOE por encima de sus desavenencias y emociones personales. Que el talante/talento político de Pérez Parrilla no le permitiría quedar como un zafio para la historia. Enrique se convirtió en la principal duda del acto, en el principal atractivo. Todos consideraban que era fundamental para la campaña el abrazo fraternal en el escenario, para proyectar una imagen de unidad necesaria para crecer electoralmente.

Llegó el momento esperado. La sintonía del PSOE irrumpió más fuerte que nunca. De pie, los afiliados, los candidatos, sus padres, hermanos y demás familia ruegan que Enrique juegue su papel, concediéndole un aplauso entusiasta. Y Enrique habló. Y sacó su vena más mitinera y emocionó a todos con sus palabras encendidas en defensa del partido y de sus candidatos. Gritó convencido y emocionado que por encima de todos está el PSOE. Un grito que no era nuevo en él pero que esta vez sí tenía un significado nuevo porque no lo hacía como candidato, ni en beneficio de su propia candidatura. Lo hacía en favor del PSOE, aunque eso significara tragarse su propio cabreo por formas y maneras que no compartía. Y ahí quedó su lección. Y su entrega al partido por encima de sus propios sentimientos e intereses. Consistía en aceptar las obligaciones como un derecho más del buen militante. Estaba en su despedida, pero lo que pedía el momento era la exaltación de la llegada de los nuevos. Y a eso se puso. Y lo hizo bien. Por cosas así, se le recuerda ya como un hombre que se puso al PSOE por bandera.

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