¡Vacúnate, jodido!

En el invierno, cuando el frío y la lluvia se adueñan de la calle, la gente concentra su vida en espacios cerrados. Los encuentros en general, tanto diurnos como nocturnos, se producen mayoritariamente a cubierto. También se celebran las fiestas familiares multitudinarias que se repiten en el calendario como una obligación más. La gripe lo sabe muy bien y acecha en esta estación con regular eficacia. Además, nosotros sabemos que la covid-19 se dispara cuánto más vida social hacemos y, por ello, se pone de moda el distanciamiento social. Todos miramos de reojo la posibilidad de que venga una nueva ola, aunque lo hacemos con la confianza de que estamos vacunados.  

Lo que sorprende, lo amargamente sorprendente, es que te encuentres a personas voluntariamente desprotegidas, danzando a tu alrededor contraviniendo todas las normas sanitarias y hasta el sentido común. Sigo sin entender cómo personas que son incapaces de apuntar la fórmula del agua o de la sal se erigen más sabios que toda la comunidad científica para negarse a vacunar. Gente que evita el par de pinchazos, poniendo en riesgo su vida y la de sus familiares y amigos, llevada por consideraciones, como mínimo, poco razonables. O muy ridículas.  Todavía me parecen mucho peor los padres que alientan a sus hijos a seguirles en sus macabras experiencias de negar lo evidente.

En los hospitales, los no vacunados conquistan las plantas covid y esperan en las UCI el desenlace de una enfermedad que para ellos no existe o para la que la vacuna no era eficaz. Han querido luchar solos, con los ojos y oídos cerrados para no ver ni oír nada de lo que estaba pasando a su alrededor. Solo cuando sienten la metralla asfixiante en sus pulmones descubren lo caro que es jugar a autosuficiente intelectual. En otras ocasiones, son las radiografías de neumonías bilaterales en hijos o las esquelas de padres, hermanos o abuelos las que hacen aflorar su culpa en borbotones de lágrimas. Sinceramente, no hay consuelo para semejante estupidez.

¡Vacúnate, jodido!