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Mis primeros 5+1 buenos

Buenas personas (II)

El trece de enero de 1988, sentí que ser buena persona estaba muy mal recompensado. Que eran tremendamente injustos esos castigos o premios divinos que hacían que las buenas personas abandonaran este mundo antes que las malas. Me acababa de enterar del fallecimiento de Antonio Bermúdez Jorge, uno de los mejores luchadores lanzaroteños de los años 70, a los 39 años de edad. Antonio era un excelente luchador. Alto, fuerte, valiente y enamorado de la lucha canaria. Pero todo ese mundo se le derrumbó cuando le diagnosticaron leucemia y su cuerpo se debilitó. Los médicos le dijeron que se acabó la lucha canaria, pero él solo dejó de luchar. Siguió al borde del terreno, enseñándonos a nosotros, animándonos, llevándonos en su coche a las luchadas y divirtiéndose con su equipo, el C.L. Arrecife.

Parece que le estoy viendo con su barba, los dos botones superiores de la camisa desabrochados y su sonora carcajada, a la vez que me saludaba desde lejos: “No pasa nada, Déniz. A ese lo tumbas tú (él no decía lo tiras ni derribas, sino lo “tumbas”) en la próxima. Pero no le pegues de frente ni lo levantes a lo loco. Muchacho, métele primero la cadera y sale volando solo”. Él no faltaba a ningún entrenamiento, al lado siempre de José Martín “Camurria”, que era el que figuraba de entrenador cuando yo me pasé del Tías al Arrecife porque ya estaba en el Instituto Blas Cabrera Felipe. En ese centro conocí a las dos personas de las que les hablaré dentro de unas cuantas líneas.

Antonio se preocupaba por nosotros como si fuéramos sus hijos y vivía su enfermedad y su amargura, por no poder saltar a los terreros, en silencio. Su sufrimiento lo transformaba en compromiso y era un hombre alegre a nuestro lado. Nunca tuve la conciencia de que su enfermedad fuera tan grave. En cambio, siempre he tenido claro que fue una de esas personas buenas  que conocí a principios de los años 80, al igual que a Fátima Felipe Robayna, don Jorge Morales y Antonio Pérez Padrón. Ya sé que dije que no contaría a las personas fallecidas, pero lo del puntal Bermúdez es una aportación extra que sale de las quince buenas personas, pero que tenía que citar por puro agradecimiento del niño que llevo dentro y al que él ayudó tanto a vivir la lucha canaria sin complejos y con mucho respeto.

Fátima y don Jorge, buenas personas con clase

Mi amigo Carlos Suárez, al que le encantan las estadísticas tanto como a mí, suele repetirme hasta la saciedad el chiste del viajero que lleva en su maleta una bomba para bajar las probabilidades de que otra persona lleve una en su avión. “¿Cuál es la probabilidad de que una persona introduzca una bomba en un avión? ¿Y de que sean dos las que lo consigan? Será mucho menor que haya dos, no?” Pues con las buenas personas esas probabilidades también saltan por los aires. En los años 80, tuve la suerte de coincidir con dos en mi aula en el Instituto Blas Cabrera Felipe, en una clase donde eran mayoría amplía las chicas. Allí, al mismo tiempo, Fátima Felipe, recién llegadita de Los Valles, atendía calladita y don Jorge Morales nos explicaba las matemáticas con la seguridad que dan los años de ejercicio profesional.

Recuerdo a Fátima en clase, entre el resto de compañeras. Siempre comedida, atenta a las explicaciones y muy formalita a la hora de comentar alguna cosa. Daba igual que fuera a viva voz en clase, que en un tú a tú en el recreo. Ahora pienso que solo teníamos 15 o 16 años y me sorprendo más todavía de las actitudes y aptitudes de aquella chica que se crio viendo desde su ventana el paisaje singular y fértil de su pueblo. Estuve cerca de 20 años sin saber nada de ella. Y me la volví a encontrar, hace poco más de dos décadas, en el Hospital Doctor José Molina.  Se había hecho enfermera. Y se ha convertido en el referente de la buena enfermera. Delicada con el paciente, servicial con todos, exigente con su trabajo. Y todo lo hace sin darse importancia. Si acaso, quitándose importancia. Fátima no es una buena persona porque es una buena sanitaria. Conozco a tantos de bata blanca que son insensibles ante la realidad del paciente, que me niego a reducir ese don a una exigencia profesional. En realidad, Fátima es una buena persona porque es una santa. Y si no existen las santas, en caso de que llegaran a existir, serían como ella.

Alguna vez me lo he encontrado por el Callejón Liso, en Arrecife, caminando con la mano en el bolsillo, con la mirada perdida y la zancada rápida. Todavía me pongo nervioso al verlo. Aunque ya soy yo mucho más viejo que él cuando me dio clase, me convierto en aquel niño que le seguía, entusiasmado, sus explicaciones. La primera persona que me lo describió como “un trozo de pan” fue mi prima Cita, que fue alumna suya antes que yo. Después, muchos alumnos más me decían lo mismo. Aunque a mí me gustaba por la sintonía que tenía con él, era incapaz de despistarme mientras él estaba dando clase.  Yo iba repitiendo como un loro todos su pasos en la pizarra, a veces en voz alta, en la primera fila. Y, alguna vez, no muchas, cuando me adelanta y me oía, me decía, sin girarse, “Pues no, esta vez no es así” y se giraba y explicaba, mirando para mí, que estábamos ante una excepción de no qué regla que nos estuvo explicando los días anteriores.

 Tengo una anécdota, hay muchas más, que me demuestran su calidad humana más allá de ser un buen profesor cercano y profesional. La primera tiene que ver con mi forma de ligar en aquella época. La chica que me gustaba era tan guapa como torpe con las matemáticas. Seguro que si le hubiesen puesto una lista con todos los chicos del instituto, a mí me hubiese dejado para el último lugar. Pero no sabía matemáticas y estaba empeñada en aprobar. Entonces, me ofrecí a ayudarla y encantada aceptó. Iba, después de clase, a su casa. Y allí me pasaba horas explicándole. A su ladito, mirándola de reojo entre representaciones gráficas y derivadas, estaba yo más pancho que pancho. Pero, la pobre, debió perder la neurona que capta las matemáticas Me dijo, solloza, que no iba a superar esa asignatura. Que era imposible. Y entonces se me ocurrió la gilipollez del mes. Le dije que me presentaría yo también al examen para subir nota, aunque había tenido un 8,75, y que yo le dictaría las soluciones. Encantada, me dio hasta un beso. El primero y el último en 40 años. Nada más llegar al salón de actos, donde hacíamos los exámenes, dejando una butaca libre en medio, don Jorge me pregunta que qué hago yo allí, en un examen de recuperación. Le explico y no dice nada. Yo ya no sabía qué hacer para que aquella chica se copiara. La torpeza era inenarrable y yo me estaba poniendo cada vez más nervioso. Se me estaba quitando, incluso, el enamoramiento. Hasta que la voz atronadora me liberó de mi misión imposible. “Señor García Déniz entregue el examen de una vez, que lo único que va a conseguir es que le suspenda a usted”. Así mismo hice. Me merecía un suspenso, por incumplir las normas básicas, pero él sabía que no precisamente en Matemáticas. Ahí entendí que “trozo de pan” significa buena persona.

 

Antonio Pérez y Bernabé Borges

Antes de llegar al Instituto y al Club Lucha Arrecife, mi vida se desarrollaba casi exclusivamente en Tías. Allí vivía, allí iba a la escuela y allí jugaba al fútbol y practicaba lucha canaria. Allí conocí, además, a Bernábe Borges Ferrer y a José Antonio Pérez Padrón. El primero es de mi edad, estuvo conmigo en la misma clase toda la EGB. El otro, José Antonio, me lleva diez años y le conocí en el equipo de fútbol de Tías.

La infancia en los años 70 tiene muy poco que ver con la actual. Los colegios eran aulas aquí y allí, en muy mal estado y llenas hasta los topes. Los profesores pegaban sin reparo, y no siempre con sentido, y creían que tus orejas eran de su propiedad, por lo fuertes que tiraban por ellas. Si aparecía en tu aula un ratoncito de campo, entre las maderas rotas del suelo, no gritabas. Simplemente intentabas descubrir si era el mismo del día anterior u otro nuevo. En ese nivel de carencias, se desarrollaba el día a día. Y entre todos los chicos y chicas, Bernabé y yo nos hicimos amigos. Muy buenos amigos. Inseparables. Hasta el punto de que doña Rosa nos llamaba los chicles bazooka, Aunque, la verdad, ahora no sé qué tenía que ver una cosa con la otra. De Belito, que así le llamaba, me gustaron siempre sus principios. No era de abusar de nadie, disfrutaba jugando al fútbol y dando pases de gol, muchos de ellos a mí para que yo los materializase. Nunca le vi metido en un lío y la única vez que lo vi peleando fue para sacarme a mí de una encerrona que me habían hecho, a la salida del colegio, una docena de chicos. Le vi quitarme al que se me había colgado en la espalda y recibir por ello un golpe en la cara de otros atacantes. No dudó ni un segundo en salir en mi defensa. Lo hubiese hecho por cualquier otro.

 Han pasado más de cuarenta años de aquellas correrías de niños de pueblo, pero sigo teniendo la misma imagen de él. Ha hecho su vida y se ha convertido en un empresario de éxito sin salir de Tías. Se puso a trabajar con su padre y sus hermanos desde muy joven y crearon FT, una de las grandes empresas del sector de la ferretería y electrodomésticos de Canarias. Y todavía hoy se relaciona con todos con la misma normalidad de siempre. Es de los que se alegra por el éxito de los demás y disfruta contándote lo que ha conseguido aquel o el otro. Y no pierde el tiempo, ni da pie a malos rollos. Es verlo y recordar los valores que mantiene desde pequeño. Y es bueno saber que se puede prosperar en los negocios siendo buena persona.

A José Antonio Pérez Padrón le conocí jugando al fútbol en el Club Deportivo de Tías. Allí estaban él, y sus dos hermanos. Él jugaba en el equipo senior y yo en los infantiles. Pero los tres eran muy buena gente, tenían facilidad para relacionarse y caían bien. Y jugaban bien al fútbol. Pero Antonio era además muy respetuoso con los niños, entre los que me encontraba. Le gustaba interactuar con nosotros, enseñarnos y animarlos. Le cogí cariño. Me parecía un chico más avanzado que la mayoría. Muy educado, muy servicial, poco dado a tolerar los abusos de los mayores. Todas esas cosas que valoramos cuando entramos en un colectivo grande y somos los nuevos y más pequeños. Tanto me gustaban que cuando crearon el Puerto del Carmen dejé el Tías y me fui a los juveniles de ellos. La experiencia duró poco porque ya me tiraba más la lucha que el fútbol. ¡Y bien que me tiraron! Yo siempre pensé que Antonio era de Puerto de Carmen, aunque no se parecía en nada a los chicos de allí. Más tarde supe que vivía en Arrecife, pero que provenía de Tiagua, y que pasaba casi todo el tiempo en Puerto del Carmen, donde era un reputado profesional del turismo. Él fue el que me arregló todo el papeleo, el que me llevó al médico y todas esas cosas necesarias para fichar. Pero, sobre todo, me llamó la atención con el respeto y seriedad que me hablaba. Me trataba como si yo fuera un adulto. Y eso me gustó.

Con Antonio Pérez volví a coincidir otra vez casi veinte años más tarde, cuando él era concejal por el PSOE en el Ayuntamiento y yo volví a Tías para combinar funciones de asesoramiento con la dirección de la única publicación impresa que ha tenido el municipio durante catorce años seguidos, El Horizonte. Allí volví a ver en Antonio esos valores que intuí en él cuando yo era un adolescente. Un hombre cercano, leal, respetuoso, servicial. Nunca le vi querer hacer daño a nadie, salvando, claro, alguna broma a alguno de nosotros. Siempre que podía ayudar a alguien, lo hacía. Y en su lealtad, está dispuesto a renunciar a sus cosas a favor de su gente. He conocido a muchos concejales en mi vida, pero Antonio es de esos a los que nunca  sería justo llamarle tollo. Sin duda, una buena persona. Cuando le llegó el momento de irse de la política, lo hizo sin hacer ruido, sin que nadie tuviera que decírselo, y siguió siendo fiel a los suyos.

Carlos, el hombre del que nadie habla mal

El quinto y último de hoy también es de Tías. No está nada mal que hayan salido tres, y alguno más habrá, de mi pueblo natal, en el que nací y me crie, eso me dice lo cerca que he estado de buenas personas.

Aunque es mayor que yo, y supe siempre quiénes eran sus padres, residentes al lado de la Ermita San Antonio, lo conocí, precisamente, en una comida en Masdache, a la que acudí con amigos comunes hace ya unos años buenos. Aunque parezca raro, a pesar del tiempo que ha pasado, no he conseguido que nadie me diga nada malo de él. Nadie habla mal de Carlos Hernández. Sí, nadie. Da igual que sean de derechas o de izquierdas, de aquí o de allí, blanco o negro, nadie habla mal de este empresario ya jubilado que ha hecho fortuna sin hacer enemigos. Carlos Hernández es la bondad personificada. Y no lo digo yo, me lo dicen a mí cada vez que sale a relucir en alguna conversación.

Si fuera por él, todas las semanas tendrían días para estar de cháchara. Las comidas organizadas por Carlos son conocidas y alabadas en Lanzarote. En ellas te puedes encontrar a cualquier persona de la isla. Y te trata de la misma forma ya seas el empresario más pudiente de la isla que la persona con menos recursos. Te ve entrar por la puerta, y ya te está buscando sitio, trayéndote tu plato y poniéndote el vino. Nunca lo he visto de malhumor ni faltar el respeto a nadie. Y mucho menos alegrarse de la desgracia ajena. Y, además, lleva a bien ser una buena persona. Y no ha necesito ser otra cosa para triunfar con su empresa Autos Cabrera y tener un millón de amigos, como canta Julio Iglesias. Hay gente que nada más verlos, ten pone de buen humor. Carlos, inequívocamente, es uno de esos. Y me alegra mucho haberle conocido y que sea de Tías, mi pueblo natal.

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