PUBLICIDAD

La matanza

El año anterior, mi madre me lo había prohibido tajantemente.

"¡Tú no vas!", me dijo de forma imperativa y clara. Y no fui. Por eso, este año no le pedí permiso. Me desperté pronto, muy pronto, no llevaba reloj pero estaba oyendo el ruido de la costera, la emisora pesquera que daba cuenta del estado de los barcos en el banco canario sahariano. Desde la habitación de mi madre, por la ventana que daba al patio que conectaba mi habitación con el resto de la casa, salía esa voz metálica y el ruido como si alguien estuviera soplando en un tubo, interrumpido por “el corto y cambio” de los patrones y el presentador del programa. Me madre esperaba tener noticias del barco de mi padre, solía hacerlo medio dormida, sin estar del todo despierta ni dormida. Me levanté y me dirigí al baño pero oí un ruido en el jardín, alguien abrió la cancela y me asusté. Salí corriendo a la habitación de mi madre y la puse en alerta. Se puso una bata negra sobre el camisón, se acercó a la puerta y gritó: “¿Quién es?” Desde fuera se oyó: "Paz, Esperanza. Se murió el vecino tal y mañana por la tarde es el entierro". Mi madre les dió el pésame y las gracias, se persignó y se volvió a la cama en busca de la voz de mi padre diciendo "navegando sin novedad", la única comunicación que tenían en el mes que estaba fuera. En aquellos tiempos, cuando yo chico, las muertes de los vecinos se comunicaban así, de madrugada, antes de que los hombres se fueran a trabajar a las tierras muy temprano. Y cuando tocaban en las casas y se preguntaba quién iba siempre se contestaba "paz" sin decir el nombre. Por la voz se solía saber quién era.

Me escapé

Hice que me volví a la habitación, pero al llegar al patio me agaché y me fui al baño, no calenté agua, simplemente me lavé la cara con el jaboncillo y agua fría y fui a vestirme. Oí al gallo, tenía que ser el negro con gresca inmensa, el señor del gallinero, porque el blanco con puntas rojas ya ni cantaba por miedo a las represalias de aquel.

Salí por la puerta de atrás. Y ya estaba saliendo el Sol, cruce la tierra por una vereda que solíamos usar y me encamine hacia la casa de mi amigo. Cuando ya veía la casa, empecé a oír los gritos, los gruñidos incontenidos del cerdo. Como si supiera que le había llegado su San Quintín. Se me aceleró el corazón y pensé en mi madre y en las consecuencias si se enteraba de mi desobediencia. Es verdad que este año no me lo prohibió pero también es cierto que no le había pedido permiso porque sabía que no me iba a dejar ir.

Todos contra la cochina

Llegué a la casa de mi amigo y la cochina, grande, de  unos doscientos kilos de carne, seguía chillando, mientras unos hombres, apoyados sobre ella, que estaba echada de lado, le amarraban las dos patas delanteras y otros dos hombres hacían lo mismo con las traseras. Conocía al animal, en más de una ocasión me había acercado a su corral, acompañando a mi amigo, que le echaba un balde de tomates en la pila de la comida. La vi recién traída, pequeña, con su piel rojilla y sus pelos blancos. Y la vi cómo iba creciendo y engordando con el tiempo, con el suelo lleno de serrín para mantenerlo seco. Y, ahora la veía allí, gritando, a punto de ser sacrificada, apenas nueve meses después de estar mamando de la cerda de su madre, junto a su diez hermanitos. Tres meses, tres semanas y tres días tardó su madre en parirlos y ahora estaba allí, vista por todos como el manjar del día y la carne del año.

Había unas diez personas. Incluidas dos mujeres, una de ellas la madre de mi amigo, que estaba al lado de la otra y de su hijo. Los tres tenían una palangana en las manos. Sobre unos cantos, habían puesto una tabla grande, rectangular, de unos 2x5 metros. Sobre el muro, encima de una tela, el tío de mi amigo, que hacía de matarife, tenía alineados seis o siete cuchillos de distintos tamaños y formas. Tenían también una aulagas entre unas piedras como para  hacer un fuego, una botella de alcohol tapada con un paño mojado y tres botes abiertos con las tapa al lado, que mi amigo ya me había dicho que era para llevar distintos trozos de las vísceras del animal al veterinario, para que las examinara y comprobara si eran aptas para comer. Hasta que el sanitario no diera la conformidad no se podía empezar a comer.

El momento de la muerte

Sin que me diera cuenta y mientras me mantenía alejado del mogollón, sentado en el muro pero sin perder detalle, me entró un escalofrío y me entraron ganas de vomitar. El matarife se acercó al animal, aprovechó que el resto de los hombres lo tenían inmovilizado, y clavó uno de sus cuchillos en el cogote del animal, a la altura de donde intuyo estaría la yugular. La cara del animal daba muestras de espasmos fínales y un chorro de sangre, como si fuera una manguera, salía de la herida. Mi amigo, su madre y su tía, en cola india, se acercaban y ponían sus palanganas debajo del chorro de sangre, hasta que dejó de salir sangre y la cochina permanecía inerte.

Con el animal muerto, empezaba el proceso de limpieza y afeitado de su piel. Le quemaban la piel para que desaparecieron los pelos y, luego le echaban agua y raspaban con unos estropajos. Cuando estaba limpia del todo, se entraba en la siguiente fase.

Tocaba abrir el animal. En un corte que iba del cogote, de la herida mortal a la entrepierna del animal por su parte inferior, por la barriga. Allí descubrí que del cerdo no se tira nada. De las vísceras y otras partes, el matarife fue sacando pequeños cortes y metiéndolos en los botes, que cerraba q continuación. Acto seguido, se los dio a uno de sus ayudantes, que los metió en una bolsa y se los llevó al veterinario. El matarife sigue con su trabajo. Vació del todo al animal. Las tripas las metió en un barreño y unos hombres ayudaron a las mujeres a llevarlos debajo de un grifo, donde les sacaban todas las impurezas malolientes y lavaban a conciencia. Esas tripas se rellenarían más tarde con la sangre mezclada con arroz y otros ingredientes para acabar siendo apetitosas morcillas al estilo de Burgos.

 

El matarife es el descuartizador  

El matarife siguió su trabajo. Ahora estaba despiezando al animal. Con agilidad iba deconstruyendo al cerdo en montículos de carne, cambiando de cuchillos y cortes según fuera una parte u otra. También sacó lonchas grandes de la superficie del animal, que irían destinadas a hacer manteca y también troceados servían para freírlos y hacer chicharros que mezclados con gofio estaban muy buenos.

Mientras las mujeres se entretenían haciendo la masa para las morcillas, y los hombres iban limpiándolo todo, el matarife acaba su obra de deconstrucción. Al poco rato, llegó el ayudante con la conformidad del veterinario. Al parecer, el animal, aunque estaba muerto, estaba sano. La carne era apta para el consumo humano.

El padre de mi amigo, mientras otros amigos se habían puesto a trocear las asaduras del animal, los pulmones, corazón, riñones, para hacer una fritura sobre la marcha, sacó una hoja manuscrita con nombres de vecinos y cantidades asignadas. Era frecuente vender parte de esa carne, muy superior al consumo de la familia, a los vecinos. Días antes se les comunicaba la fecha de la  matanza y hacían sus reservas y se apuntaban en aquella hoja. Ahora tocaba cumplir. En una vieja pesa, de esas de dos cajas, parecida a la que representa la justicia, el hombre ponía los pesos en una y la carne en otra. La suspendía en el aire y cuando se equilibraban ambas es que ya tenía el peso. Envolvía la carne en un papel azulado gordo y tosco, le ponía el nombre del vecino y la cantidad y los iba amontonando en una bolsa por zonas, para facilitar el reparto. Una bolsa era para Los Lirios, otra para el Hoyo del Agua, una tercera para Las Cuestas y así hasta acabar con los encargos. Esa operación la llevarían a cabo los más jóvenes, aunque yo no quise ir. Me quedé allí, sentado en el muro, observando todo aquel ajetreo.

El reparto de la carne

El padre de mi amigo me mira y se me acerca con un rollo de papel lleno de carne recién pesado. "Toma, esta es la de tu madre", me dijo. Pero rechace cogerlo. Le dije que mi madre me había dicho que primero me dijera cuánto era para traerle el dinero. Insistió pero más insistí yo que sabía la que me caía sí mi madre descubría que había ido a la matanza y encima sin decirle nada a ella.

El padre de mi amigo tachó todos los nombres de su hoja y cerró la última saca. Entonces se puso hacer montículos de carne de forma generosa. Tantos como personas habían ido a ayudarle en la matanza. Separó también unos buenos kilos de carne para comer fresca en los próximos días y el resto lo dejó sobre la plancha de madera donde el matarife había hecho su trabajo.

Trajo unos barreños grandes y un saco de sal. Y empezó a coger trozos de carne y a embadurnarlos de forma generosa en sal. Después los metía en el barreño y cada vez que hacía una capa del grosor de una pieza, les echaba más sal por arriba y seguía con la operación hasta llenar el barreño. Hasta acabar toda la carne. Esa era la forma de conservarla cuando no había electricidad en la zona y mucho menores nevaras o frigoríficos. Para comerse esa carne, meses después, habría que lavarla a conciencia para quitarles la sal, exactamente igual que se hace con el pescado salado para el sancocho.

Sin darme cuenta, las horas pasaron y ya estaba todo hecho. Ahora, el ajetreo había dado paso al jolgorio. Ya era mediodía y los platos de carne, el gofio con chicharros, la manteca y las esponjosas asaduras, bien regados con vino del país alegraban al personal, que reían y hablaban entusiasmados.

La matanza, como muchos trabajos y actividades de la época, era un trabajo colectivo, donde los vecinos ayudaban para ser ayudados también cuando lo necesitaran. Y, por su puesto, tenía que agradecerse compartiéndose con ellos los manjares.

Yo no comí nada. No podía. Me venía al recuerdo la cerdita de pequeña, blanquita, contoneándose por su corral. Tampoco podía al recordar su cara, horas antes, mientras cargaban palanganas con su sangre. Aquella cara en la que vi írsele la vida, rodeada de personas que ya habían dejado de verla como un ser vivo y que ahora troceaban animosamente.

Tenía razón mi madre. Eso no es un espectáculo para que lo vea un niño. No tenía que haber ido.

 

Escribir un comentario

Código de seguridad
Refescar