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De Bilbao al lagar de Leandro

En agosto, tocaba la vendimia. Coincidiendo con las fiestas de San Ginés, una de esas mañanas con el sabor todavía en la boca de las piñas garrapiñadas, las chuflas y el característico sonido de la feria dominada por los cochitos chocones, nos montábamos en el furgón de Pacuco Díaz y nos acercábamos a las parras, en la zona de Bilbao, en La Geria, todavía en territorio de Tías.

Llegábamos unos minutos después, bajábamos las cestas, las cajas, las tijeras y los cuchillos y Pacuco se iba con el compromiso de volver a buscarnos a las doce del mediodía, antes de que el calor nos achicharrara. Antes de hacernos este servicio Pacuco, años atrás, nos llevaba a la vendimia de las parras de mis padres Alfonso Gopar y, mucho antes, Manuel Cabrera, conocido también como Manuel el Cojo, por sufrir esta minusvalía en una pierna.

Mis hermanos, hermanas y yo nos adentrábamos en la finca por el paso de servidumbre y nos metíamos de dos en dos en los hoyos profundos a cortar los racimos de uvas, que metíamos en la cesta. Cuando se llenaba, uno de mis hermanos se la echaba al hombro y la vaciaba en las cajas que quedaron en el camino. Así hoyo tras hoyo, cesta tras cesta, racimo tras racimo. Unos los cortábamos con cuchillos y otros con tijeras y, al final, metíamos las cajas en la furgoneta, llevábamos a mis hermanas a casa y nosotros, los chicos y mi padre, nos íbamos al lagar de Leandro.

De la parra, a la cesta

La operación vendimia se organizaba y empezaba unos días antes de ir a cortar los racimos. Lo primero que hacíamos, era ir a hablar con Leandro a su casa, en el Hoyo del Agua. Quedaba relativamente cerca. Era cruzar la carretera y dejar atrás la casa de piedras abandonada y la aljibe con alcogía. Su casa estaba a la izquierda del camino, enfrente de casa de mis primos Déniz Cabrera, en lo alto. Al lado del camino tenía los corrales de las cabras y enfrente, entre los corrales y su casa, tenía una fila de habitaciones, una de ellas era el lagar. Detrás, en lo alto, estaba la casa. Le toqué en la puerta y salieron su mujer, Manuela, y su hija Begoña. Les dije lo que quería y fueron avisar a Leandro. Salió y vuelvo a repetir la retahíla.Me dijo que esta semana no podía ser porque iba a vendimiar él. Pero que la próxima podría ser el día que quisiéramos.

Llego a mi casa y mi padre está moviendo una barrica hacia delante y hacia atrás, como si bailara con ella. Se oye el ruido de las cadenas y del agua dentro de las barricas. Mi padre está limpiando los toneles en los que vamos a meter el mosto a fermentar y acabe siendo su vino. Este año no los llevamos a la playa a lavarlos con agua del mar. Le dábamos cadenas y ya estaban preparados para tragarse los casi mil litros de mosto y favorecer la fermentación y la conversión en vino. Le doy cuenta a mi padre  de mi visita a Leandro y sobre la marcha me hace ir a casa Pacuco, para ver si nos puede llevar a nosotros y traer la uva un día de la próxima semana. Pacuco me dijo que podía el jueves y ese día nos fuimos a vendimiar.

Este año iba a ser distinto y mucho más especial para mí. Mi hermano Antonio estaba en el cuartel y mi hermano Ángel no podía ir a vendimiar, así que este año me tocó a mí responsabilizarme de todo el proceso bajo la atenta mirada de mi padre, que no hacía ninguna actividad del campo pero mandaba, como correspondía al propietario de la finca y de los recursos utilizados. Mi sobrino Juan, que era un niño, tenía siete años menos que yo, y el amigo Juan Jesús Betancort me ayudaban en todo.

Al llegar a la puerta del lagar, se me acercó Leandro, que nos estaba esperando. Al decirle que lo iba a hacer yo, que mis hermanos no venían, se contrarió. Él era un hombre meticuloso, tenía todas sus cosas bien colocaditas en el lagar que era también su bodega. Y empezó a darme órdenes.

“No toquen nada de lo que tengo ahí. No salgan de estar pisando las uvas sin lavarse los pies en ese barreño con agua que hay ahí, tengan cuidado al poner la prensa que no se caigan los cantos que descascarillan el suelo de la superficie de pisado. Ahí, tienes, dentro de esa lata de jamonilla, la pipeta para que calcules la graduación del mosto”. Me lo decía todo, como si yo ya no lo supiera de los años anteriores vérselo hacer a mis hermanos. Y me recalca que no ensucie y que lo limpie todo al acabar el trabajo. Ni que mi padre me fuera a dejar devolverle la llave sin que el lagar estuviera tan limpio como estaba cuando llegamos. ¡Bueno era mi padre para eso! Nunca he vuelto a ver a una persona tan respetuosa con lo ajeno.

El pequeño lagar

El lagar de Leandro era una habitación de aproximadamente cuatro por cuatro, a la derecha, mirando desde la puerta, estaba el lagar propiamente dicho, con una superficie de 1,5 por 3 metros, rodeada por las dos paredes y un murito, en forma de “L” de casi medio metro de altura para pisar, con una ligera pendiente hacia la puerta, donde se encontraba un agujero de más de un metro de profundidad por una superficie de 0,50x 0,50, al que estaba unido por un caño. La idea era echar la uva en la superficie contenida entre las dos paredes y el muro, de forma alargada, triturarla y que el líquido se fuera hacia una poceta de donde lo sacábamos cuando tuviera la graduación pertinente para meterlo en la barrica a fermentar.

En el lado izquierdo de la habitación, quedaba la bodega del dueño. Media docena de barricas de distintos tamaños, perfectamente calzadas, ocupa la zona de enfrente de la puerta, junto a la pared del fondo. En cambio, en la pared en la que abrió la puerta, había distinta repisas de madera, con distinto instrumental. En una de ellas, en la que me había señalado Leandro, estaba la lata cilíndrica del embutido de jamonilla al que le había quitado la pegatina y la tapa superior para usarlo para calcular los grados del vino. Dentro estaba la pipeta.

Triturar la uva, sacar el mosto

Ya era hora de dejarse de historias y empezar a pisar. Ya habíamos vaciado las cajas de uvas y estaban amontonadas en el centro. Nos recogimos los pantalones, nos lavamos los pies y nos dedicamos a caminar sobre las uvas. El líquido azucarado salía disparado y, como teníamos tapado el caño, se iba acumulando a lo largo de la zona de pisado, debajo de nuestros pies mientras seguíamos moviéndonos de un lado a otro, con los pies juntitos para destripar las uvas mejor. Después de una hora, dejé salir el líquido al agujero, a la poceta. Antes había colocado un cesto con una tela para cribar, para que no cayeran restos de uvas. Tocaba armar la prensa, cogí las dos mitades circulares que conforman la cesta y las uní,  y metí en su sitio los tornillos que llevan para asegurar el cierre. Metimos toda la uva dentro y mi sobrino se metió encima para aplastarlas. Luego le puse la tapa, sobre la que teníamos que ir colocando tablones cruzados hasta superar la altura de la cesta para poder poner los cantos para presionar. Al terminar el proceso, veíamos como iban escurriéndose las uvas, quedando al par de horas como una masa pastosa. Quitábamos los cantos, los tablones y la cesta finalmente y nos quedábamos  en el centro con la masa pastosa. Cogíamos el horquetón y empezábamos a quitar los racimos hasta que no quedara ninguno. Entonces, llenábamos de mosto la lata de jamonilla, hasta el borde. Y metíamos la pipeta, que flotaba. Mirábamos cuánto marcaba. Y dependiendo de ello, si tenía mucha o poca graduación, añadíamos agua o no en la zona de pisado. Nosotros solíamos meter el vino en barrica con doce grados y medio o trece los años que la uva llegaba hecha pasa por olas de calor o similares.

El mosto a la barrica, nuevo vino de la casa

Cuando ya estaba en su punto, había que trasladar el mosto que estaba en la poceta hasta mi casa, que estaba a unos 300 metros de allí. Nos valíamos de una barrica pequeña, que colocábamos en la carretilla, para hacer el trasiego del lagar a la pequeña bodega de mi padre. Sacábamos con un balde el mosto de la poceta y lo metíamos en la barrica con la ayuda de un fonil. Después de muchos viajes, repitiendo el mismo proceso, que acababa sacando el mosto de esa barrica y metiéndolo en una grande donde fermentaría, se acababa la primera fase de vendimia y elaboración del vino. Pero quedaba sacar la masa pastosa, que tirábamos en una zona de tuneras que tenía Leandro cerca. Allí las gallinas que estaban sueltas en el lugar se entretenían comiendo. Y limpiábamos todo para, después, llevarle la llave a Leandro y darle las gracias. Pero antes, tenía que avisar a mi padre. Él venía y nos hacía quitar manchas de las paredes que estaban allí antes de que yo naciera, para darnos la conformidad de la entrega de la llave. Superada la primera inspección, mi dirijo, cuesta arriba, a la casa de Leandro. Sale, le doy la llave pero me hace acompañarle al lagar. Abre la puerta y, sin entrar, busca con la mirada el cestón, y asiente. Mira para la repisa de la pared y se acerca a coger el bote de jamonilla. Saca la pipeta, la mira, la vuelve a poner dentro del bote y deja este, de nuevo, en la repisa. Se me acerca, que yo me había quedado en la puerta con cara de circunstancias, y me dice que todo está bien. Le doy las gracias y echo a correr para mi casa.

Siempre acababa echando a correr. El correr, cuando era pequeño, era la muestra más visible de mi entusiasmo ante un éxito, reto o liberación. Era un chute de adrenalina al que nunca renunciaba. Y, la verdad, me producía una satisfacción muy grande que con menos de 14 años, mi padre me confiara la responsabilidad de cubrirle el primer tramo de la elaboración de su vino, y lo hiciera bien. Era un reto, fue un éxito. Y el hecho de que Leandro no pusiera reparos en la devolución del lagar, fue toda una liberación, que recibí en tensión. Así que la carrerita de 300 metros hasta mi casa estaba más que justificada.

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