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Diez cosas que me encantan

La vida está llena de pequeños momentos de grandes satisfacciones personales.

A veces ni tan siquiera verbalizamos esos hechos, aunque a fuerza de repetirlos reconozcamos la sensación de bienestar que nos producen. En mi caso, al igual seguramente que en el resto de las personas, hay muchos. Y, hoy, además, estoy dispuesto a compartirlos abiertamente con ustedes, mis lectores. Son apenas diez experiencias que enumeraré, pero sin pretender transmitir que entre la primera y la décima hay un mundo de distancia emocional sino con el único propósito de cerciorarme de que son diez y no más. Ni menos.

Quinto (5º)

Comienzo por el quinto porque los cuatros primeros son demasiado íntimos y alguno podría incluso rozar la pornografía. Y tampoco quiero llegar a tanto, aunque quiero que quede constancia que por delante de los seis que les voy a contar, hay por lo menos otros cuatro más que pueden ser inconfesables pero no renunciables.

Y en el quinto lugar ya aparece uno de sus momentos irrenunciables para mí y del todo confesables. Se trata de la satisfacción que me da despertarme a las tantas de la madrugada y dirigirme, sin lavarme la cara siquiera ni probar bocado, al ordenador a escribir. La noche encierra muchas incertidumbres pero también es un remanso de misterio y paz, alejada del ajetreo de la mañana y de los ruidos propios de una sociedad en marcha. El escribir a esas horas es como tocar el piano. Los dedos se deslizan por el teclado, casi se les puede oír desplazarse de la A a la Z. Estoy completamente en armonía, sumergido en una tranquilidad exterior y en un sosiego interior que me permite concentrarme únicamente en la idea que tengo que desarrollar. Estoy más despierto que nunca, tan atento como siempre e ilusionado ante las palabras que se van encadenando letra a letra en el texto. A esto no se le puede llamar trabajar; es simplemente disfrutar. ¡Y cuánto lo disfruto!

Sexto (6º)

Leer a media tarde, con el libro en las manos y un pequeño sorbo de Rubicón Moscatel entre capítulo y capítulo. He vivido experiencias inolvidables sumergido en la lectura. Llega un momento, no sé cuándo exactamente, que abandono mi rutina para compartir la de los personajes que se inventa el autor de esa tarde. Da igual quién sea. No tienen más nombre premios Nobel como García Márquez, Saramago, Naguib Mahfuz, Gunter Grass o Vargas Llosa que otros más populares y menos académicos como Vázquez Figueroa o alguno de la buena escuela nórdica de la novela negra. Si se produce esa conexión, la vida real no existe hasta que no se acabe aquella aventura retorcida en un tocho de variable tamaño de hojas escritas a doble cara. Cuando estoy ahí, no quiero estar en ningún otro lugar.

Séptimo (7º)

Disfrutar un vino en medio de la inmensidad de La Geria. Lanzarote es volcán y La Geria es la síntesis de su isla y su gente. La Geria es la victoria del negro sobre el blanco, de la simbiosis del hombre y la naturaleza, de la convivencia del tórrido calor del verano con el frescor verdoso de un racimo de uvas escondido bajo el verdor de una parra secuestrada en un hoyo de arena.

Es la vida más allá de un manto estéril surgido a fuego lento desde las entrañas de la mismísima tierra. Y poderlo ver, simplemente observarlo sin prisas, a la sombra de un árbol, degustando un vino, despacito, no tiene precio. Y si lo tiene, es el único no afectado por esta inflación que nos atosiga y aleja de lo que queremos.

Octavo (8º)

Una cena en casa con la familia. Ha habido tantas y tan distintas que sospecho que el recuerdo que las simplifica solo busca enaltecer el componente genético. Recuerdo con una nostalgia infinita, casi con lágrimas en los ojos, aquellas cenas de Navidad con mi madre y mi padre de jefes de ceremonias y mis ocho hermanas y dos hermanos revoloteando entre villancicos, turrones, truchas y anís meloso.

En la elaboración de las truchas se desplegaba todo el poderío de la familia numerosa con la precisión de los relojes suizos. Mi madre dejaba la masa y la batata en su punto y empezaba la carrera de esos dos elementos perfectamente complementados hacia la sartén primero para luego acabar en el plato amontonadas y cubiertas de una fina capa de azúcar. Se espolvoreaba la mesa con harina para evitar que se pegaran y comenzaba el trabajo más dulce que recuerdo. Unos estiraban la masa y ponían encima un puñito de batata endulzada y tratada para tal fin y la cerraba, otro u otra le ponía el vaso encima y la cortaba con su forma y ya el siguiente la sellaba y dejaba las muestras del tenedor. El siguiente las metía en la sartén para, luego, sacarlas ya fritas y que el último de la cadena le echara el azúcar por arriba. Como yo era uno de los hermanos más pequeños, yo simplemente miraba y les decía si todavía quemaban mucho al ser el primero en probarlas. Recuerdo las historias que nos contaba mi madre para mantenernos entretenidos en la faena o los villancicos que cantaba mi padre desde el patio, sin tener muy en cuenta la letra original ni su poca maña tocando la guitarra. Ese momento me parecía el mejor de las navidades, irrepetible ya.

Noveno (9º)

Compartir la comida con amigos de verdad. En estos últimos años, ha habido innumerables comidas en cientos de lugares diferentes, tanto fuera como dentro de esta isla nuestra. Más dentro, obviamente. Pero solamente algunas alcanzan ese nivel de excelencia que las coloca entre nuestros recuerdos más gratos. Es verdad que la ropa vieja de Las Cadenas, el pescado dorado a la plancha de Casa Pedro, las vistas de las Dunas o el ambiente de la Avenida de Playa Honda ayudan a sentirse bien. Pero solo cuando la compañía es de plena confianza se disfruta de estos y otros lugares con la máxima sensación de bienestar. Por eso les agradezco a los pocos amigos, pero grandes personas, que tengo esos momentos plus que proporcionan a mi existencia tan poco hedonista pero tan cerca de la gratitud y del disfrute con tino. Y con ellos.

Décimo (10º)

Viajar, encontrarte con lo desconocido y disfrutarlo como propio. Las sensaciones de un viaje son infinitas, tan necesarias como difíciles y costosas. Pero quién no viaja no puede decir que viva. Si acaso, malvive. Sobrevive. Por muy bonitas y valiosas que sean las piedras que circundan tu casa, nunca las valorarás en su justa medida si no estás dispuesto a dejarlas temporalmente para percibir lo que se siente en otros lugares, en otros suelos, en otra tierra.

No dejaría Lanzarote por nada del mundo, salvo que me prohibieran salir a airearme cuando así me lo pide mi cuerpo. Hay muy pocas satisfacciones o experiencias equiparables al momento en el que llegas a la isla después de pasártelo del diez en cualquier lugar. Te sientes en casa. Los olores, las montañas de los Ajaches, las playas, el negro y el blanco y verde, todo se reconoce y se agradece. No podría volver de mis viajes o vacaciones si no supiera que me espera este paraíso. Pero tampoco volvería si no supiera que soy libre para ir y volver cuando me plazca. No es una casualidad que vivir y viajar compartan la primera sílaba. Es mucho más incomprensible que haya quien quiera renunciar voluntariamente a descubrir, sin vendas ni prebendas, la inmensa belleza creada por la naturaleza y la humanidad a lo largo de los tiempos.

Comentarios  

#1 Fernando Bernal. 21-09-2022 06:47
El catador de truchas.Quien no viaja no puede decir que viva.
Gracias por este artículo,me he visto reflejado en la mayoría de tus cosas que te encantan.Que pena que no me guste leer.
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