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Hacer turismo es una ordinariez

 

Les pongo en contexto: jueves, once de la mañana. El centro de Arrecife amanece con esa marea humana que desembarca de los cruceros y lo ocupa todo: aceras, terrazas, escaparates, incluso el aire. En una popular cafetería, mientras intento contestar a los WhatsApp y tomarme un café, dos señoras, en la mesa de al lado, hablan en voz lo bastante alta como para que nadie pueda evitar oírlas. Se quejan de la quincuagésima invasión, del trajín, del ruido, de esa sensación de vivir en un decorado para otros. Y, de pronto, una de ellas, con una seguridad contundente, como si dejara escrita una máxima para la posteridad, dictando sentencia y sentando cátedra, lo suelta:

—Hacer turismo es una ordinariez.
—Tienes toda la razón.

Y como quiera que ya no queda nada más que decir al respecto, ambas se levantan presurosas, dejan, como en las películas, el dinero exacto sobre la mesa y salen, esquivando como pueden el río de cruceristas que continúa avanzando sin mirar a nadie.

La frase provoca, incomoda y, sin embargo, encierra una crítica que conviene observar sin ponerse a la defensiva. Vivimos en un tiempo en el que “viajar” se ha convertido en un acto de consumo rápido, un sello en el pasaporte emocional que se colecciona para demostrar algo a los otros. Lo que antes implicaba curiosidad, aprendizaje o incluso riesgo, hoy aparece diluido en una coreografía global de selfies idénticos, rutas prefabricadas y destinos convertidos en parques temáticos, una deriva que Michel Houellebecq ya caricaturó con acidez en Lanzarote, donde la isla se convierte en el escenario perfecto para mostrar el vacío, la repetición y la banalidad del turismo moderno.

Llamar a esto “turismo” es casi un gesto de cortesía. En muchos lugares ya no es una visita: es una invasión blanda, constante y acrítica. Viajar se volvió una ordinariez porque dejó de exigir sensibilidad, contexto o respeto. Basta con pagar un vuelo barato, seguir un mapa algorítmico y dejarse arrastrar por la masa hacia los mismos puntos sobresaturados. La experiencia profunda se sustituye por la simulación; la mirada se aplana y el visitante ya no se pregunta qué significa el lugar, qué historias lo sostuvieron o qué fragilidades lo atraviesan.

El turismo como práctica industrializada no solo degrada paisajes y barrios: degrada también la idea de viaje. Allí donde antes había encuentro, ahora hay espectáculo. Allí donde había escucha, ahora hay ruido. Allí donde había relación, ahora solo hay uso. El visitante no mira: captura. No conversa: pide. No se detiene: consume.

Pero la ordinariez no está en moverse por el mundo, sino en hacerlo sin intención, sin cuidado y sin peaje ético. La movilidad contemporánea es un privilegio inmenso que exige corresponder con responsabilidad. Viajar podría seguir siendo una forma de comprender y transformarse, pero para eso hace falta recuperar algo que el turismo masivo expulsó: la humildad. Humildad para entender que uno llega tarde a todos los lugares, que nada está ahí para complacernos y que ningún destino existe para servir de fondo a nuestra vida digital.

Hacer turismo es una ordinariez cuando convierte al viajero en un cliente y al mundo en un decorado. Viajar, en cambio, sigue siendo uno de los gestos más nobles si se practica con la lentitud, la escucha y la conciencia que permiten mirar de verdad.

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