Imbécil
- Manuel García Déniz
Pertenece al imaginario colectivo de cualquier grupo o sociedad. Es difícil recordar la vivencias de uno a lo largo de la vida y no visualizar de una forma nítida al imbécil de cada época. Lo que sí es un poco más difícil es aceptar que, precisamente, donde uno estaba sentado, en aquel pupitre viejo, de madera, y con forma de tacatá gigante que compartía con un compañero, estaba sentado el imbécil de la época. Más difícil se hace cuando, a fuerza de rebuscar en su mente, descubre que el imbécil era él. Porque si el imbécil es algo es, fundamentalmente, que no es nada ni nadie. El imbécil es tonto, falto de inteligencia por naturaleza y definición académica. Y el que lo es rezume imbecilidad por todos sus poros con la misma facilidad que cualquier fragancia impostada. Y no renuncia a ninguna oportunidad para demostrarlo, por muy inapropiada que sea, porque es francamente imbécil por encima de todas las cosas y hace de su imbecilidad su razón de ser y estar.
El imbécil no calcula la trascendencia de sus actos ni las consecuencias, mucho menos el daño que causa a terceros. En ocasiones, une a su demostrada imbecilidad, un toque de masoquismo adornado con unas diminutas gotas de perverso desconsolado que apenas ahoga en su rato de disfrute enmascarado. Es el típico que puede aprovechar un despiste tuyo para, como un niño malcriado que ya fue él en la adolescencia mal encarada, hacerte una jugarreta. Puede aprovechar que dejas el móvil a su alcance y fuera de tu vista para esconderlo y desesperarte hasta el paroxismo mientras oculta su emociones detrás de su toda suya imbecilidad.
El móvil o cualquier otra cosa te lo puede esconder y angustiarte unos minutos cualquier persona, incluso algunos pueden dar de esa circunstancia de corta duración y con la complicidad de la mesa y el entendimiento del que la sufre un plus a la velada. Pero sólo el imbécil, desprovisto de empatía o sensibilidad por venir desprovisto de ella de fábrica, vamos, por defecto genético reconocible, lleva la situación a extremos de guerra psicológica y de abuso de la apropiación.
Al final, como el imbécil es imbécil, acaba sabiéndose quien hizo el cambiazo y queda demostrado que no podía ser otro. Que se llega a él no sólo por el chivatazo que siempre anida en estos sectores donde se bordea la no inteligencia, sino también por el sistema de descartes, cuando es casi un intruso en la mesa, y de la detección directa ante el perfil en el que visiblemente está atrapado.
El problema del imbécil es que es imbécil y ni tan siquiera se va a dar cuenta de sus actos y consecuencias. El problema del imbécil es que, como no tiene sensibilidad ni emociones, nunca empatiza con la víctima y se cree que sale victorioso en su jugarreta. Y, de cierta forma, es así. Ahora ya son muchos los que conocen su excelsa e infinitiva imbecilidad. Todo un récord para un imbécil.