PUBLICIDAD

Domingo Ortega, el adiós de la generación referente

Ayer, a los 85 años de edad, falleció Domingo Ortega Cabrera. Hace unas semanas fallecía también el octogenario exalcalde de Arrecife José María Espino González. Hace unos meses, caía también de la lista de los vivos José Manuel Fiestas Coll. Hace unos años también se fueron Enrique Pérez Parrilla, Antonio Cabrera Barrera, Francisco Gómez, Florencio Suárez, Antonio Cabrera, Nicolás de Paiz, Agustín Acosta, Aureliano Montero Gabarrón, Andrés Pallarés, Gregorio Armas, José Antonio Rocha y otros que no cito por economía procesal más que por deméritos de ellos. Unos fueron llamados para el embarque final demasiado pronto, aquejados de alguna enfermedad, y otros agotaron las distintas fases de una vida larga, llena de experiencias y no exenta de dolor y sacrificios. De todos ellos, guardo recuerdos imborrables y agradecimientos. Aprendí con ellos, aprendí de ellos.

Cuando apenas era un veinteañero, con más curiosidad que talento y dinero, les conocí. A cada uno en su sitio. Unos como políticos, la mayoría; otros como empresarios o técnicos y a Agustín Acosta, Aureliano Montero y Andrés Pallarés como compañeros viejos que se convirtieron en viejos compañeros. Todos, además, estaban vinculados unos con los otros en los años ochenta del pasado siglo que les conocí.

También debo decir que no solo por curiosidad se tienen relaciones directas con los “popes” de la época. Tuve la suerte, en ese caso, de ser una de las personas de confianza de Agustín Acosta. En mí, descargaba él su proyecto editorial, en su intento de rivalizar al máximo con el Lancelot que fundaron Antonio Coll, Aureliano Montero y Andrés Pallarés a través de la sociedad Moncolpa S.L que montaron y ellos y nombraron con la primera sigla del primer apellido de cada uno, aunque el tiempo fue borrando siglas y aquello quedó como la empresa Lancelot de los Coll. Agustín, al que quise mucho y denosté a ratos, me llevaba a desayunar con muchos de estos cincuentones, donde yo ocupaba la plaza del chinijo que venía con Acosta. Iba de oyente. Pero ya saben que a la gente que triunfa en la vida, a cierta edad, le encanta contar sus hazañas en grupo o por separado. Y ahí empapé yo. A veces, no aparecía por la mañana Agustín, pero yo me acercaba igual a las cafeterías “La Tertulia” o “San Francisco” y conectaba con tan selecta y mayor parroquia. Con el tiempo, iba evolucionando y a lo largo de los años más que escucharles, les rebatía sus ínfulas de perfección que estilaban a raudales para criticar lo presente.

 Entre esos, estaba Domingo Ortega, que había sido político ya antes de la democracia (como concejal en Arrecife, cuando fue alcalde Rogelio Tenorio), como también lo habían sido el propio Agustín, Nicolás, Andrés o mi amigo el abogado Francisco Gómez, que fue presidente del Cabildo teniendo de consejeros a muchos de ellos. En las conversaciones entre ellos, que yo oía con inusitado interés, porque eran verdaderas tertulias, no faltaba de casi nada. Tampoco los ataques velados entre unos y otros, ni las historias negras de juergas que a mí me parecían más decimonónicas, de un Lanzarote ya desaparecido, que de gente con la que pudiera tomarme un café.

A veces, cuando cada uno iba levantándose de la mesa, previo desembolso de los 20 duros del café que se acumulaban tipo porra en el centro, me quedaba con alguno solo. Yo no tenía prisa. Sabía que aquella era una fuente inagotable de conocimiento y de información, porque muchos de ellos estaban en pleno apogeo empresarial, político o profesional y siempre estaban dispuestos a soltar algo si les prometías que no les citabas. ¡Y les daba confianza que un chiquillaje imberbe y con capacidad de comunicar cosas les oyera! Así empecé a intimar con Domingo Ortega, que era, además, el director de La Caja Insular de Ahorros. Coincidió, primero, con la amargura del PSOE por perder las elecciones al Cabildo, sorpresivamente, en 1987 frente a Nicolás de Paiz, cuando Enrique Pérez Parrilla venía de gobernar con una mayoría absoluta, pero con la oposición feroz de Agustín Acosta desde su Radio Lanzarote, que se sentía marginado. Agustín siempre se sentía marginado por el poder. Y Domingo Ortega vivió aquella derrota desde dentro, fue su consejero de Hacienda y volvió a ser su consejero en la oposición. Recuerdo a Domingo Ortega, con su sonrisa y su aspecto de bonachón, reclamando a viva voz en el pleno del Cabildo a su pariente Julio Romero Ortega, que fue consejero de Hacienda de Nicolás, que diera la cuenta de resultados, no solo los ingresos. Se refería a la táctica usada hasta el otro día en el Cabildo, para dar a conocer los números de los CACT, donde se daba como un éxito que subieran los ingresos pero no se decía nada de los gastos. Y ahí estaba Domingo reclamando resultados en contraposición de fuegos de artificio. “¿De qué sirve que suban los ingresos si los gastos suben más?”, se preguntaba de forma retórica sin encontrar más respuesta que una sonrisa del pariente que, además, era compañero suyo en La Caja de Ahorros.

Domingo estaba para recordarles cómo deben contabilizarse las cosas, ya sean públicas o privadas. Pero también estuvo en la campaña de 1991 para fajarse con Dimas Martín, cuando él era el cabeza de lista al Parlamento por el PSOE y Dimas lo era al Cabildo y también al Parlamento. Allí estaba Domingo reprochándole al “dios” de la política de la época su despilfarro electoral y sus carteles “cinemascope”, como les llamaba. Dimas, acostumbrado a contar en esa época con palmeros sin fin, también le daba fuerte, metiéndole en el saco de los “socialistas vagos” que no hacían nada pero que siempre estaban en primera línea.

Desde esa época guardé una buena relación con Domingo. Si bajaba al centro de Arrecife y me lo encontraba, no había manera de evitar el café. Ni la charla de media hora. Ni el análisis de la situación del PSOE, del que era un afiliado histórico y un crítico contenido. Iba por épocas, a veces estaba de acuerdo, otras, no. Pero siempre parecía querer lo mejor para el partido. Daba igual que estuviera en activo o ya jubilado, si lo veía, ya desde lo lejos, me gritaba: “Déniz, cómo está el partido?”. Se me acercaba sonriendo y nos dirigíamos hablando a la cafetería, mientras él saludaba a todos los conocidos que se encontraba por el camino.

Hacía ya tiempo que no le veía. Poco a poco se fue recluyendo en su casa de Las Caletas y fue recogiendo velas de una vida cargada de anécdotas, historias y amigos que ya apenas recordaba. Pero yo sí las recuerdo y por eso se las cuento. En aquellos años que compartí con él, solía tomarse diariamente media aspirina. Tenía verdadero pánico a que le diera un infarto o cosa parecida. Como buen vitalista, tenía miedo a morirse. No se daba cuenta que la buena gente nunca se va del todo.

Hasta siempre, Domingo. Dale recuerdos al resto de aquella vieja generación, referente de tantas cosas.

Escribir un comentario

Código de seguridad
Refescar