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Un enfado presidencial

 

Enfadados (V)

En mis cuarenta años de actividad profesional, he tenido la suerte de codearme con los presidentes del Cabildo de Lanzarote desde muy temprana edad. La primera vez, ya con el socialista Enrique Pérez Parrilla de presidente y yo como un joven que se iniciaba en esta aventura, la proximidad familiar del presidente con los dirigentes del semanario Lancelot,  también de poco recorrido, ayudó. Recuerdo el despacho presidencial en la vieja Casa Amarilla de la Calle Real y a sus consejeros. Especialmente a Santiago Guadalupe que confió en mí, todavía un chiquillaje, para subvencionarme una investigación sobre lucha canaria que dio como fruto mi profundo conocimiento de este deporte vernáculo, mi enorme respeto por nuestra cultura popular y el libro que publiqué años más tarde, el primero que se editó sobre la lucha canaria en Lanzarote. Todavía en la Calle Real, tuve la ocasión también de entablar amistad con el que fuera presidente por el CDS, Nicolás de Paiz y después de conocer bien a Dimas Martín, Chana Perera y Juan Carlos Becerra antes de que en su corto periodo presidencial Pedro de Armas inaugurara la sede cabildicia actual a mediados del segundo lustro de los años noventa. En definitiva, que, para mí, un presidente de Cabildo era alguien cercano, sin el arrope divino que algunos se quieren dar, aunque hay que tratar con el debido respeto. Y también con la suficiente distancia y crítica, si no queremos perder el respeto que también nosotros como periodistas nos merecemos.

Encontronazos con los presidentes tuve desde el principio. Unos por creencia personal y otros influenciado por gente cercana, amigos y enemigos que se fueron cruzando en mi venturosa carrera profesional. Pero nunca había tenido una discusión en directo, en un plató de televisión, cuerpo a cuerpo, a pecho descubierto. Fue en el “Café de Periodistas”. El invitado era Pedro San Ginés. El presidente nacionalista estaba ya en su segundo mandato, el primero que había ganado, ya que en el anterior accedió a la Presidencia por moción de censura. El hombre estaba crecido, aunque empezaba a presentar síntomas de atosigamiento interno. Su choque con Sergio Machín y con Mónica Álvarez, le exponía a una crítica que iba mucho más allá de sus eternos enemigos socialistas, a pesar de que fueron socios preferentes siempre que quisieron. Se hablaba de estabilidad y la necesidad de esos críticos para poder aprobar los presupuestos, instrumento vital para organizar y programar la actividad de gobierno. Se lo dije con un tono desenfadado, casi retándole a derrapar. Y salió el monstruo que Pedro San Ginés nunca ha negado que habitaba dentro él.

Pedro me miró y empezó su retahíla cansina de improperios en los que me recomendaba que leyera la Ley de Grandes Ciudades, porque le daba la sensación que ni la conocía. Que allí encontraría las armas que él tenía para defender su gestión sin necesidad de tener mayoría en los plenos, escudándose en el consejo de gobierno. Le dejé hablar al tiempo que el corazón se me aceleraba. No me podía creer que aquello fuera verdad, que me lo estuviera poniendo tan fácil en uno de sus momentos más difíciles. Encima no estaba Jorge Coll de moderador, con lo que explayarme iba a ser muy fácil. Estaba claro que Pedro San Ginés, un par de años más joven que yo, no me conocía muy bien. Tampoco sabía que uno de los libros que descansaba sobre la mesita de noche de mi dormitorio era “Modernización del Gobierno Local” (Comentarios a la Ley 57/2003, de 16 de diciembre) que me había dejado uno de sus peores enemigos como última muestra de nuestra ya inexistente amistad. Una de las cosas de las que disfruté con Agustín Domingo Acosta, cuando todavía no era “ni buen ni mal abogado” era del interés por el saber. Con nuestras discusiones filosóficas, políticas y periodísticas aprendíamos los dos. Fue, sin lugar a dudas, el vínculo que nos unió durante varias décadas y que nos sirvió para compartir comidas, borracheras, dirección del primer diario de papel de Lanzarote y miles de estrategias, casi todas equivocadas pero defendidas con pasión y convencimiento. Agustín Domingo creo que sí conocía una de mis costumbres vitales: leer siempre los libros que me regalan, prestan o dejan. También los que compro yo, por razones obvias.

Conocía perfectamente las 590 páginas de aquel libro. No solo la ley, sino la exposición de motivos y la interpretación de sus cinco autores. Sabía de la trascendencia que tendría en los Cabildos y en Lanzarote desde que se acogió a la misma. Y me aprendí la ley casi de memoria. Y puse todos los sentidos en las interpretaciones. La tenía fresquita/ fresquita cuando vi venir hacia a mí a Pedro sin freno ni concierto. No dejé que el moderador, que era Sergio Callejas, mediara. Salté como un resorte y le reproducía párrafos de la Ley casi íntegros. Quería que quedara claro que me había acusado de algo sin la más mínima idea, con el mayor absoluto desprecio, desconocimiento y desconsideración en lo que podría quedar reflejada su negligente verborrea incontenida. Y quedó patente. Él fue el primero en darse cuenta de su gran error. Pero ya no había marcha atrás. La audiencia también se dio cuenta. Y muchos me llamaron. Entre ellos, la secretaria insular del PSOE, María Dolores Corujo, que en esa época me veía con mejores ojos que cuando fue ella presidenta.

Pero rara vez hay una sola lección en un libro. Y esta experiencia, que pudo haber sido definitiva para mi relación con el presidente San Ginés, el más longevo de forma continua en el periodo democrático, me enseñó la otra cara del personaje. “Un hombre soberbio, mezquino y rencoroso”, como muchos consideraban/consideran a Pedro San Ginés, me hubiese estado esperando en la bajadita para hacerme pagar “el feo” que le hice en su momento de gloria televisiva. En cambio, se propuso cambiar la visión que yo tenía de él. Y lo consiguió.

Y me lo explicó en Madrid, al poco tiempo de que aquello pasara, los dos de pie, apoyados en el stand de Lanzarote en FITUR. Se me acercó y me preguntó si podía hablar conmigo. Le miré y vi al hombre soberbio con aires de humildad. Me dijo que yo era una de esas personas que creaba opinión en Lanzarote, que no intentaba comprarme, porque ni era su intención y, además, sabía que conmigo la cosa no iba de eso, pero que le gustaría que tuviéramos otro tipo de relación. Que no tenía nada contra mí. Y que no creía que fuera ni necesario ni bueno estar enfrentados. Le dije que tampoco yo tenía ningún interés personal en llevarme mal con él. Pero sí que tenía mucho interés en decir lo que pienso, en defender lo que yo entendía que era la verdad y favorecer que la isla fuera a mejor. Me dijo que lo entendía, mi dio su teléfono personal y me dijo que él solo me pedía tener la posibilidad de que conociera su versión antes de disparar. Y que después hiciera lo que quisiera. Pero que él también quería lo mejor para Lanzarote. Y se marchó de la misma forma que vino. Nunca me pidió que escribiera nada a su favor, pero siempre defendió con uñas y dientes sus planteamientos. Unas veces los entendí y la mayoría, no. Pero la relación fue cordial el resto de los años. Hasta el final. Hasta el punto de considerar hoy, al igual que ayer, que no fue un mal presidente. Ni una mala persona. Al margen de las equivocaciones que haya podido cometer. Que ni comparto ni conozco en toda su extensión. Aunque, evidentemente, guardo una mejor imagen de él ahora de la que tenía aquel día que creyó que yo no leía, que improvisaba.

 Seguro que él ni recuerda esta experiencia. Y está bien que así sea. El cerebro humano suele bloquear los fracasos propios para incentivar el crecimiento personal a través de los éxitos. Que es, por otra parte, lo que yo hago ahora.

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