He tenido la suerte de trabajar estrechamente con políticos lanzaroteños. Y también la libertad (¡o la insensatez!, como les gusta reprocharme algunos) de decirles en público lo que pienso de ellos. Ha sido un juego realmente enriquecedor periodísticamente, que me ha permitido conocer la fauna política insular en sus hábitats más íntimos y descifrar su bipolarismo exacerbado que pasa de la depresión en la intimidad a la euforia pública en segundos. Una verdad en estos escenarios es fagocitada en unos segundos para transformarse en una mentira incendiaria. Dicen que la política es eso. Y, lo juro por mis muertos, se lo creen a pies juntillas. No tienen la más mínima sensación de estar haciendo algo malo. Ni cuando mienten, ni cuando roban, ni cuando tuercen la realidad de sus ciudadanos en beneficio propio. Creen que la política exige ese comportamiento. Y el que no miente, y el que no roba, y el que no sacrifica los intereses de todos en beneficio de sus expectativas electorales, no es político. Esta profesión que ellos ejercen con verdadera pasión narcisista parece que la descubrieron en el diccionario de la RAE. Lo que pasa es que, en ese afán de hacer las cosas a la prisa y a lo loco, como suelen hacerlas ellos siempre, en lugar de pararse en la palabra “política” cayeron en el vocablo “hipocresía” y a ello han consagrado su vida en cuerpo y alma. Y son más hipócritas que nadie. ¡Y a mucha honra!