
El crecimiento de la ultraderecha en todo el mundo invita racionalmente a un profundo pesimismo. La puesta en práctica de sus ideas causa un enorme daño. Fragmenta a las sociedades. Estimula el odio y la violencia hacia distintos colectivos por su procedencia nacional, el color de su piel, su religión o su identidad sexual. Potencia el desmantelamiento del estado social a costa de los pensionistas y de la mayoría social, especialmente las personas más vulnerables. Apuesta por el incremento exponencial del gasto en armamento a costa de reducir la inversión social. Y deja la impresión de que su extensión es casi inevitable, un signo de los tiempos ante el que poco o nada cabe hacer. Y, sin embargo, considero que esto no es así, que es posible y necesario frenar el crecimiento ultra; que resulta un deber, ético y político, enfrentarse a sus planteamientos y generar condiciones para desarrollar actuaciones orientadas hacia mayores niveles de equidad, de justicia y de armónica convivencia. Aunque a veces no lo parezca, hay partido. Como sucedió en julio del 2023 en el Estado español o un año después en Francia.