
Los que me conocen, saben perfectamente que soy un adicto a la lucha canaria. Los que me conocen mejor, saben que me he pegado casi mi vida entera viendo luchadas, estudiando su historia y divulgando sus esencias. Quien ha estado a mi lado en estos casi sesenta años de vida, entiende que disfruto y sufro a partes iguales cada vez que voy a un terrero. Por un lado, me encanta la escenografía de nuestro deporte vernáculo: esos 24 hombres alineados, la mitad con una vestimenta de un color y la otra mitad de otro, todos dispuestos a levantar al contrario caído, a mostrarse respeto y recoger los premios del público en forma de monedas. Me gustaba todo en mis años iniciáticos, en la década de los setenta del siglo pasado; me gustaba más en la década de los ochenta, con la entrega de sus puntales, el pundonor de todos, los terreros que aparecían y que se llenaban semana tras semana. Empecé a encontrar defectos en los noventa, me disgustaban sobremanera en los primeros años de este siglo y me reconcilié en este último lustro.